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La multiplicación de casos de corrupción en la política española durante los peores años de la crisis provocó una reacción social y también judicial. Los tribunales establecieron una doctrina que trataba de ser ejemplarizante, dura, que mandara el mensaje de que el que la hace la paga. Y la sociedad -harta de soportar la sucesión de noticias sobre desfalcos, saqueos, engaños y enriquecimientos ilícitos protagonizados por sus representantes- la asumió con evidente satisfacción: ya que no devuelven el dinero que se han llevado, al menos que purguen sus pecados entre rejas. A nadie extrañó, por consiguiente, que la exconsellera de Turismo y expresidenta de Les Corts Milagrosa Martínez fuera condenada a nueve años de prisión por malversación y cohecho a causa de su implicación en el llamado 'caso Fitur', una de las piezas de Gürtel. O que el también exconseller Rafael Blasco recibiera una condena de ocho años por malversación, prevaricación y falsedad debido a su participación en el 'caso Cooperación'. O que el exvicepresidente del Gobierno Rodrigo Rato fuera condenado -entre otros exconsejeros de Caja Madrid- a cuatro años y seis meses de reclusión por el uso fraudulento de las tarjetas 'black'. Incluso parecía poco, con todo el dinero sustraído, con el escándalo provocado, con el desprestigio al que han llevado la clase política, se decía en las tertulias. El problema llega cuando ante otros casos de notable trascendencia mediática pero que carecen de trasfondo político se empieza a comparar las penas de cárcel y se llega a la conclusión de que o bien con las políticas ha habido un cierto ensañamiento o bien con el resto se está siendo demasiado blando. El razonamiento puede ser todo lo populista que se quiera, carente del mínimo rigor jurídico, ventajista y cortoplacista, pero está en la calle. ¿Cómo es posible que a los miembros de La Manada se les condenara a 9 años de prisión por un delito de abuso sexual continuado con prevalimiento, que es la misma pena que recayó sobre Milagrosa Martínez? ¿No es acaso mucho más grave abusar sexualmente en grupo de una chica de 18 años en un cuartucho oscuro de una finca de Pamplona que una malversación y un cohecho por criticables que éstos sean y por mucho perjuicio que hayan causado al conjunto de la sociedad? ¿Cómo se entiende que un hombre que ya había sido condenado por dos tentativas de homicidio llegue a un pacto con la Fiscalía para confesar la muerte y descuartizamiento de su propia madre y aceptar una pena de diez años de cárcel, tan sólo uno más que Milagrosa Martínez y dos más que Rafael Blasco? ¿Es un problema judicial, del rigor que aplican los jueces, o es que el Código Penal debe ser reformado? ¿O acaso esta comparación de condenas se ve como normal?
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