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Algunos vivimos en una contradicción eterna que gestionamos a base de resignación. Por un lado mostramos una acusada tendencia a esa sensual pereza tan mediterránea que encauza nuestros sencillos apetitos hacia el vermú, las aceitunas, las patatas bravas y la tertulia en una terraza, a ser posible frente al mar. Dejar que las horas vayan cayendo sin que las prisas te agobien, sin que los problemas te sacudan, sin hacer nada realmente importante. Eso es un verdadero placer, al menos algunos así lo percibimos.
Pero esto no puede ser porque, salvo los ricos herederos, que alguno hay, los demás tenemos que ganarnos el pan y los garbanzos con el sudor destilado por nuestra sesera. Nuestro gusto por perrear colisiona con la cruda necesidad de trabajar y conviene llevar el conflicto con tranquilidad. Por eso suena a música celestial la propuesta de una semana laboral sólo de cuatro jornadas. Escuché los datos de una encuesta, y aunque no me fío de las encuestas apuntaban que un 69 % (¿o era un 79%?) de los españoles se muestran favorables a la idea. Pocos me parecen. Sospechaba uno que la medida alcanzaría cotas del 90%. De todas formas, en realidad no se trata de nuestros deseos. Me encantaría lucir la estampa de Brad Pitt, o de aquel joven William Holden, por buscar un clásico, pero eso es imposible y me conformo con mi osamenta, qué le vamos a hacer. Nos puede seducir la semana de cuatro jornadas, ¿pero se lo puede permitir España? No. Ni siquiera a medio plazo. Creemos que somos un país rico, pero un antiguo diplomático me explicó que somos un país tipo «equipo ascensor»; esto es, o estamos en la cola de la primera división o encabezamos la segunda. Ese es nuestro lugar. Otra cosa es que vivamos endeudados, por encima de nuestra posibilidades, como Balzac, lo cual no es bueno porque, en fin, más dura será la caída.
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