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El hombre propone y Dios dispone. Es uno de los refranes clásicos que más repetían nuestros mayores, fiados, a diferencia nuestra, de la voluntad del Altísimo. Supongo que lo diría más de una vez el que fuera presidente de Les Corts Juan Cotino. Su última palabra ante el tribunal que lo juzgaba fue una interpretación de esa máxima: «si el coronavirus nos deja, aquí estaremos», cuentan que dijo. Pero no le dejó. Su intención -y la de sus juzgadores- era volver cuando pasara la alerta. Pero la vida -o Dios- había dispuesto otra cosa.
Me recuerda la forma en la que se despedía mi madre cuando le daba las buenas noches. «Hasta mañana», decía yo, y ella contestaba: «si Dios quiere». Me resultaba inquietante y, conforme se iba haciendo mayor, esa inquietud aumentaba porque yo tomaba más conciencia de que algún día no querría. Sin embargo, ella mostraba absoluta tranquilidad al decirlo, seguramente porque se sabía en manos de Dios. Eso hacía también que me repitiera el refrán de que «el hombre dispone» cuando las cosas no salían como yo quería. Me lo decía como una invitación a aceptar lo incontrolable. O a no exigirme nada más que lo que permitían mis medios. Es un margen de incertidumbre que conviene manejar tanto si los cambios imprevistos se atribuyen a la divinidad como si se hace al karma o al azar. Si hay una lección relevante en esta pandemia, ésa es la de rebajar nuestras aspiraciones a diosecillos mundanos, omnipotentes e infalibles. Somos muy grandes pero tenemos límites. Y quien aprende a decir «si Dios quiere está dando un paso esencial para entenderse como especie. Ponga lo que ponga en el lugar de «Dios».
Para muchos puede ser un momento terrible al ver el suelo abriéndose bajo sus pies pero en realidad nos pone ante el espejo de nuestra propia fragilidad. El problema es que al hombre posmoderno no le gusta sentirse débil y al albur de circunstancias incontrolables. Él, que domina el fuego y hasta el curso de los ríos, se siente pequeño cuando un virus es capaz de ponerle contra las cuerdas. O cuando falla lo que era evidente que iba a suceder.
En ese sentido, los creyentes tienen algo adelantado; saben que sus fuerzas son poderosas pero limitadas. Eso da humildad y la serenidad de asumir que las contrariedades tienen una finalidad planeada por una entidad amable que busca el bien. Conociendo el perfil religioso de Cotino, imagino que vivía las cosas en la misma confianza. Por eso su despedida de los magistrados tiene ese mismo aroma, el de quien no sabe ni el día ni la hora pero no se angustia por ello.
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