Urgente La jueza de la dana imputa a la exconsellera Pradas y al exsecretario autonómico Argüeso

Cuando yo cubría los partidos del Pamesa -hoy Valencia Basket- le veía venir por el rabillo del ojo. Enfilaba la hilera donde nos sentábamos los periodistas, detrás de una de las canastas, e iba dando la mano a los que conocía, que eran casi todos. Yo, que era muy tímido, siempre temía que pasara de mí, pero segundos después aparecía su mano estirada para apretar la mía mientras te daba la bienvenida. Eso me hacía sentir bien. Me reconfortaba ese apretón de manos. Después le seguía con la mirada y me fijaba en los detalles: que siempre iba repeinado, con unas gafas doradas que relucían desde la otra punta del pabellón, los mocasines bien lustrosos, el traje impecable y la corbata, su corbata, que ha permanecido abrazada a su cuello a pesar de estar en decadencia en este mundo de bambas y vaqueros rotos.

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Y entonces pensaba: «Que hombre más elegante».

Con los años pude conocerle algo mejor, aunque realmente nunca fuimos amigos, pero siempre respetaba tu opinión y siempre sentías, por encima de todo, que él te trataba como 'uno de los nuestros'. Porque para Martín Labarta, el histórico delegado arbitral del Valencia Basket, todo el que se dedica al baloncesto, de una forma u otra, forma parte de su familia.

Ahora está fastidiado. Martín tiene un cáncer que le está poniendo a prueba, pero él aguanta porque, como le recuerda el periodista Juanjo Montaner en referencia al cartel que hay en la Romareda, 'Zaragoza nunca se rinde'. Y él, que se crió en Zaragoza, no se piensa rendir.

Están siendo meses muy duros, pero también meses muy justos. Porque desde que corre la noticia de su enfermedad, la gente, la familia del baloncesto, su enorme familia, está aprovechando para demostrarle el cariño que le tienen. Me contaba hace poco mi excompañero Jorge Aguadé, una de las personas que más le quieren, que el día que el Valencia Basket jugó en Madrid, Felipe Reyes preguntó que dónde estaba Martín. Le contaron lo del cáncer y la leyenda cogió un móvil y le llamó por teléfono inmediatamente para hablar con él.

No ha sido el único. Luis Casimiro, Pablo Laso, Paco Olmos y muchos entrenadores más le han brindado palabras de ánimo. Fotis Katsikaris fue a verle a su casa. Quería darle un abrazo. Sentir ese reconfortante apretón de manos. Los veteranos del club, gente tan destacada en la historia de esta entidad como Víctor Luengo, Sergio Coterón o Antoine Rigaudeau, se plantaron un día en su casa y le llenaron el salón de tiarrones de dos metros.

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Y si eso lo hicieron jugadores y entrenadores, qué no habrán hecho los árbitros. Porque Martín lleva 26 años desviviéndose por ellos. Los trata como a sus hijos y ellos, claro, le adoran. Arteaga le invitó en su día a su boda en Canarias. Y todos le tratan como a uno de la familia porque él les ha mimado y ha exigido un respeto hacia ellos, un estamento maltratado por los maleducados que abundan en cada pabellón, al que no están habituados.

Yo siempre defiendo a los árbitros. Y lo hago por una cuestión muy simple: ¿por qué puede fallar un deportista y no hacerlo el que imparte justicia? Siempre que ponía por escrito esta reflexión y salía publicada, esa misma mañana recibía un mensaje suyo dándome la enhorabuena.

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Porque Martín es muy generoso. Tiene el bolsillo muy ancho y el corazón muy grande. Y es de los que no se le escapa un cumpleaños, de los que se acuerdan en felicitar cuando un resultado deportivo o lo que sea ha podido hacer feliz a un amigo. Y es amable con la gente. Y educado. Y recto. Un hombre ejemplar.

Se ha desvivido por el baloncesto. Por eso cogía todas las semanas el coche, su infalible Passat, y se cruzaba España para ver al Pamesa. Y daba igual que jugaran en la Fonteta que fuera: Martín llegaba dos horas y media antes del partido y no se marchaba hasta que salía el último jugador. Aunque ellos regresaran en avión y él, en su coche, donde siempre había un hueco para los periodistas: Montaner, Carles Baixauli, Pilar López, Aguadé... Siempre cuidó de todos ellos y ahora ellos se preocupan por él.

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Porque este antiguo vendedor de televisiones y equipos de alta fidelidad no solo es elegante en el vestir. Ahora tiene que estar descansando en casa y no para de mirar el viejo Tag Heuer que les regaló Fernando Roig cuando ganaron la Copa del Rey del 98 para ver a qué hora echan otro partido de basket. El reloj resiste. Como el Zaragoza. Como él.

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