Urgente El Rey Felipe ya presencia la corrida de toros de Valencia

El escuerzo

EL ESTADO DE LA COMUNITAT ·

Las vacaciones acaban con enseñanzas: la grandeza de lo pequeño, la gasolina vital de los que tenemos cerca y el tesoro de cuidar lo cotidiano

Arturo Checa

Valencia

Sábado, 3 de septiembre 2022

Un mes en el pueblo da para un sinfín de experiencias. Para desbrozar el terreno de la noguera centenaria del abuelo y que las nueces ... de Demetrio acaben cayendo en buenas manos. Para nadar en una piscina con el único sonido de fondo de las hojas de los chopos y el batir de las alas de los vencejos y aviones planeando para coger agua. Para noches de risas y confidencias en torno a brasas, carne y vino. Para intentar contar las máximas estrellas posibles en un cielo que no parece de este mundo. Pero sobre todo, para aprender la grandeza de las pequeñas cosas, eso que tan pesado me pongo cacareando pero es que la gasolina de cada día, la que nos dan los que tenemos cerca y nuestras vivencias cotidianas.

Publicidad

Y sobre todo para los más pequeños. Este verano volvió a ocurrir algo mágico en Piqueras del Castillo. En realidad, allí sucede algo fantástico a cada rato, en cualquier rincón. En esta ocasión pasó un miércoles de agosto, hacia la una de la madrugada. Mi hijo mayor (13) aún jugaba a estirar la noche. A lograr la simple gesta de «acostarse tarde». De intentar ver amanecer, aunque sea a costa de aguantar las últimas horas cabeceando en un banco de la plaza. ¿Para qué? Para nada, por el placer de ir haciendo cosas de mayores, aunque pronto descubra que ojalá hubiera sido mucho tiempo un niño. Así somos los seres humanos. Pero de todo se aprende. Esa noche, en el parque del pueblo, apareció un escuerzo. Un pequeño sapo que la mayoría de las veces acaba siendo presa de las correrías de los más pequeños. Termina siendo adoptado en alguna casa, lo que le cuesta al final la vida por no ser un animal hecho a los usos domésticos. O los 'guachos' la emprenden a gamberradas con el batracio y termina estampado en alguna esquina. Pero la historia no siempre finaliza así. En este caso, mi hijo y su grupo de amigos ejercieron de salvadores del escuerzo. El pequeño anfibio acabó en una bolsa de plástico y un mensaje a través del móvil (algo bueno tienen estos cachivaches) avisó del destino que iban a darle: «Vamos a llevarlo al río». Porque (otra de las grandezas de los pueblos), a esas horas de la noche, entrada ya la madrugada, el grupo de niños de entre 10 y 13 años andaba solo por la calle. Sin la compañía de ningún adulto. Una muestra que para algunos puede ser de dejadez pero que en realidad es la expresión más maravillosa de la libertad rural.

Y allá que se fue la pandilla, con las linternas de los móviles como iluminación por el camino que baja entre chopos hasta el río Piqueras, para consumar allí su buena obra: liberar al batracio en las frías y oscuras aguas. Sentirse bien en una noche condenada a no tener moraleja. Y me acordé cuando yo, de pequeño, seguía con mis amigos a las mujeres del pueblo que sabíamos que tenían gatas embarazadas en casa. La labor no era sencilla. El 'comando gatuno' iniciaba una vigilancia casi perpetua, por turnos, de días, en las puertas de las casas con inminentes camadas felinas. El infausto destino de muchos mininos era el río, dentro de una bolsa, para morir ahogados. El 'comando' rescató a decenas de ellos. Seguíamos a alguna de las lugareñas cuando iban con las víctimas hacia el arroyo y, escondidos entre la maleza, salvabamos a los gatos cuando ya los arrastraba la corriente. A no pocos los criamos con migas y leche en las muchas cabañas que construíamos en las arboledas cercanas, con sacos, latas de gasolina y palos. Ellos eran nuestra gente. Al final, el amor viene de los que te rodean.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete a Las Provincias: 12 meses por 12€

Publicidad