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Lo peor del futuro es que siempre decepciona, y lo mejor que nadie se da cuenta porque cuando da la cara ya se ha extinguido. Por eso no creo en el futuro, lo mismo que no creo en el pasado; uno y otro son malas opiniones sobre el presente. Gasté media vida aguardando a que llegara el año 2000. Ya verás, decíamos, los robots serán los nuevos esclavos, ellos harán todo el trabajo duro, nosotros iremos directamente del paro al ocio. Debemos prepararnos para la sociedad de la molicie, advertían los filósofos. Transcurrió el año 2000, ¿quién se acuerda? Ni siquiera se produjo el temido efecto que iba a paralizar los ordenadores. Y aquí estamos, justo al revés, cada vez más dependientes de la tecnología, cada día más esclavizados por los robots. Lo que se suponía que iba a ocurrir no aconteció y lo que nadie esperaba es precisamente lo que ha sucedido. La experiencia me dice que el futuro nunca se cumple, que lo que viene después del presente es otro presente, a veces incluso el mismo presente con un peinado distinto.
Es verdad que el tiempo ahora va más deprisa, sí, eso es cierto. Pero nosotros no. Nosotros amamos, nos equivocamos, perdonamos y nos hacemos viejos a la misma velocidad que nuestros abuelos. El tiempo es el paisaje que se ve a través de la ventanilla del tren, va rápido, pero dentro hasta las moscas vuelan como si el vagón estuviera detenido. Prepararse para el futuro es postergar el afrontamiento de las contradicciones del presente. Yo quiero que me hablen del hoy y que dejen el mañana para los poetas y los malos pagadores. Ni de los apocalípticos ni de los informáticos, el porvenir es el predio de los ludópatas. El mañana no es un autobús que no se debe perder, ¡por Dios, qué metáfora de últimos de la fila!; el infalible mañana es la excusa de los que evitan enfrentarse al hoy.
Cómo continúan la política o la economía no es una pregunta hacia delante, sino a la actualidad. ¿Fabricamos cosas o sólo aspiramos a ser el puerto por el que entran? ¿Encajamos que el mercado de cítricos ya no es el del siglo pasado o seguimos clamando que vuelvan los tiempos idos? ¿Fingimos que China no existe o relocalizamos de una vez las industrias que malvendimos? ¿Nos decimos la verdad sobre el sistema de pensiones y la deuda pública? ¿Nos atrevemos a dejar de invertir en vivienda y empezar a invertir en empresas? Podría seguir... Esos no son interrogantes de futuro sino retos del momento. Sentémonos pues de tú a tú con el presente y resolvamos nuestras diferencias con él, si es preciso, a cara de perro. Y no esperemos al futuro; lo conozco, no vendrá.
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