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Lo más duro tras perder a un hijo ha de ser continuar respirando, sentir cómo la rutina acude insensible a la cita de cada día violentando con su luz artificial a un espíritu ya para siempre en penumbra, presa del desconsuelo que pide unas veces olvido y otras recuerdo. Cuando ocurre eso que nunca debería ocurrir, lo único para lo que el ser humano jamás está preparado, cada cual busca cobijo donde puede. Él, siempre pegado a un balón, madera de líder, tenía catorce años y se lo llevó la carretera. Media familia consumió el narcótico de la resignación, la otra se refugió en la locura. A ella, magnífica en los estudios, la fulminó a los quince una enfermedad voraz y su padre, ateo hasta la militancia, comenzó a tejer en torno un abrigo de fe para resguardarse del dolor. O Dios o el infierno, no quedaba otra, y se obligó a creer. Recuerdo una tercera pérdida, no habría cumplido aquel chiquillo terremoto de vitalidad los doce años, y la grieta que abrió en su hogar, tan insondable que empezó succionando las ilusiones y acabó por desintegrar un matrimonio incapaz ya de recomponer los fragmentos del futuro destrozado a tijeretazos; así es la parca, acostumbra a guardar en su faltriquera un buen puñado de reproches que reparte en cada hachazo. Sus historias se apagaron prematuras, tragedias anónimas que dejaron tras de sí desgarros imposibles de zurcir, pero deduzco que incluso el dolor más absoluto tiene grados, y el cénit llega cuando al hijo no te lo roba la vida, tantas veces socia de la muerte, sino un zarpazo de miseria humana. Pasas entonces de mirar al cielo a clavar los ojos en la tierra, ávidos de esa justicia que abrevó a la familia de Gabriel pero no dio paz al padre de Míriam, un cuarto de siglo persiguiendo fantasmas. Cuando leí a Juan Carlos Quer guarecerse bajo los versos de Miguel Hernández, su eterno «siento más tu muerte que mi vida», comprendí que el consuelo es imposible, pero al menos nos queda la ley. El turno de Diana ha llegado.
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