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El comercio toma el pulso a la vida. Del devenir de la historia tanto podrían hablar los gladios romanos o los elefantes de Cartago como el trapicheo con que los fenicios ejercían de vehículo cultural al tiempo que se llenaban los bolsillos en un canónico ejemplo de simbiosis. Los 'chinos' de hoy beben de los 'todo a cien' de principios de siglo, y estos son parientes lejanos de los icónicos bazares; como aquellos de la calle Islas Canarias adonde íbamos cada vez que reuníamos cuatro perras en busca de la ganga electrónica que no podíamos encargar, junto con tabaco y mantequilla, al amigo que viajaba a Andorra y cometía el ingenuo error de comentarlo. La fiebre del chollo se abría paso y el negocio de barrio fue el primero en bendecirla. Algo similar debieron de sentir nuestros padres con la llegada de los centros comerciales. Aún recuerdo aquella primera excursión a Nuevo Centro, en pandilla y bajo la excitación con que un niño de hoy se adentra en un parque temático. El tejido económico ya intuía entonces que pronto viviríamos demasiado deprisa, sin tiempo para hablar con el tendero, aguardar pacientes a que descolgara el cartel de 'Vuelvo en cinco minutos' o, ya más adelante, ir a un cajero porque no admite tarjetas de crédito. Dime cómo compras y te diré quién eres. El auge de la inmigración trajo un alud de locutorios; el videoclub acorraló en su momento al cine para terminar engullido por la televisión a la carta; cuando no teníamos videoconsolas que nos ataran al sofá matábamos el ocio en los recreativos, negocio floreciente en los ochenta, y heredero directo de estos es ahora el salón de juego. De nuevo el comercio se mimetiza con la vida, aunque esta vez para adoptar una efigie perniciosa con niños por medio. Hacen bien Gobierno y Consell en regular un sector que amenaza al estrato más frágil de la sociedad. Aunque la guerra en internet esté perdida, es irreprochable actuar allá donde aún alcanza la ley.
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