Es cierto. Y no son pocos los lectores que se habrán dado cuenta. Nos está pasando lo mismo que en las series policiales, a Vicent Marzà le ha salido una imitadora, a cientos de kilómetros de Valencia, pero con la misma inquina devastadora. Ahora que el conseller de Educación es un político acabado, escondido desde hace meses, tras ser puesto al descubierto por la prensa independiente, señalado por la ciudadanía mediante masivas protestas en la calle y neutralizado con sentencias adversas de los tribunales, ahora el gobierno podemizado de Pedro Sánchez recicla para toda España las políticas sectarias que impulsó el independentista Marzà y que acabaron en condena judicial. El mismo personaje que intentó suprimir los conciertos educativos y recibió más de treinta sentencias en contra. Pretendió discriminar el castellano chantajeando a los alumnos, ofreciéndoles más formación en inglés si elegían la línea en valenciano, pero los tribunales lo frenaron. Terminó con la libre elección de centro y con el valor normativo de la 'demanda social', dejando a las familias sin libertad de elección. Estranguló al sector de las guarderías. Implantó una Oficina Lingüística para perseguir el uso del español en la vida cotidiana y sufrió otro revés judicial. Y sus millonarias ayudas al valenciano apestan tanto que también han derivado en un litigio que investigan dos juzgados, desde que se descubrió que el hermano del President Puig percibió subvenciones aparentemente irregulares, o sin aparentemente puesto que la propia conselleria (una vez destapado el escándalo) le ha exigido al Hermanísimo Francis que devuelva el dinero, sin esperar a la decisión de los magistrados, visto que uno de los principales colaboradores del conseller se va a sentar en el banquillo. Nada que no pudiera preverse desde los primeros pasos del botánico valenciano, cuando supimos que el conseller, sin apenas experiencia profesional, borró sus tuits para ocultar sus ideas radicales, se rodeó de activistas y nos encontramos con una entrevista a una radio en la que proclamaba que los valencianos deberían saltarse las leyes democráticas y unirse al procès catalán. En fin, ¿qué podía salir mal de todo aquello?
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Marzà es el político más desacreditado de la Comunitat, aunque pretende sustituir a Mónica Oltra al frente de Compromís y ojalá lo consiga, sería la vía más rápida para desactivar durante un tiempo a la minoría nacionalista. Más allá de sus imposiciones y dogmatismos, como gestor, ha resultado una nulidad, lo que tampoco supone una sorpresa porque el muchacho tenía tantos sueños imperiales en la cabeza que no le dedicó tiempo a la gestión ni a la realidad cotidiana de la enseñanza. Puig acabó quitándole las competencias universitarias porque los rectores con hilaridad le llamaban «el conseller de les escoletes». Los barracones de Camps siguen ahí y ahora son suyos. Promete inversiones falsas en los centros que no llegan al 4% de lo previsto y su objetivo de convertir la educación en un monopolio sin pluralidad ha conseguido lo contrario, darle más sentido que nunca a los conciertos. Hoy tenemos dos modelos, radicalmente diferenciados y por lo tanto válidos y necesarios: a un lado los centros públicos, masivamente en valenciano, con jornada continua y alto poder corporativo del profesorado; en el otro los centros concertados, mayoritariamente en castellano, con jornada partida y mayor influencia de las familias. La cuestión pasa por que cada cual elija aquél que mejor va con sus principios.
Pero lo cierto es que Marzà revive ahora con su replicante, Isabel Celaá, otro caso de los más curioso. La ministra ha educado a sus hijas, Bárbara y Patricia, en Las Irlandesas de Lejona, un centro concertado, muy concertado, un colegio católico, pero que muy católico. O sea, que la ministra no quiere conceder a los demás los derechos que ella ha disfrutado para sí, repitiendo un comportamiento disfuncional propio de cierta izquierda, como aquellos independentistas que imponían el catalán en el sistema educativo pero llevaban a sus hijos a centros británicos o alemanes ajenos a la inmersión pujolista.Tanto los fondos para la Reconstrucción como el proyecto de ley de Celaá blindan definitivamente el fracasado modelo valenciano, privando a las familias de la libertad de elegir centro y lengua vehicular, elimina la demanda social en la programación escolar, acosa a los centros concertados e inventa «el derecho a la educación pública». Un concepto que no contempla la Constitución. Lo que la carta magna fija es el derecho a la educación básica, obligatoria y gratuita, y garantiza la «libertad de enseñanza» y también la libertad de creación de centros. Y los altos tribunales hace décadas que dejaron claro que debe haber una oferta plural financiada con fondos públicos.
Lejos de eso, los propósitos de la ministra Celaá significan la discriminación de uno de cada tres niños, los escolarizados en la red concertada, pese a que como está demostrado suponen un ahorro cuantioso para las arcas públicas, puesto que cada plaza le sale a la administración a mitad de precio que en la red pública (poco más de tres mil euros frente a más de seis mil). Si bien, no es el factor económico el más relevante, sino el de la calidad democrática, el de los derechos fundamentales de la ciudadanía, el de primar la voluntad de las familias sobre el estado, el de garantizar una pluralidad efectiva. Pero la guerra siempre se empieza perdiendo en el lenguaje, en el uso de los conceptos. Hablamos de centros públicos frente a centros concertados cuando deberíamos hablar de 1) centros de gestión directa, estatales/autonómicos, donde políticos y sindicatos tienen un alto poder y 2) centros de gestión indirecta, creados por entidades civiles, donde las familias tienen mayor influencia. Públicos son todos, unos y otros. El Estado debe garantizar siempre la calidad de la educación de todos y supervisar e inspeccionar todos los centros, pero eso no quiere decir que se convierta en el proveedor único de este servicio público. Esto lo entiende cualquiera y el concierto es un modelo pujante en Europa, pero España vive tiempos de inquietante regresión.
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