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Cada amanecer la misma escena. Apenas un momento mágico pincelado sobre ese leve instante en que la noche toca a rebato y emprende su huida hacia la luz. Bien merecería la ocasión que desde algún rincón todavía en penumbra se desperezara 'La mañana' de Grieg, pero no resuena más melodía que el eco de los pasos propios. Y siempre en mitad de la ruta esa ventana, mal escoltada por una persiana perezosa cuyas lamas filtran la claridad artificial que emana del interior hasta disolver en oro líquido el manto meloso de oscuridad que aún cubre las aceras. Dos segundos cada día, cinco días cada semana, le bastan a la mirada alcahueta del transeúnte para desnudar la intimidad del hogar semioculto tras los visillos y tejer paciente, una puntada por alba, la piel de esta historia que tanto puede tener de real como de quimera, más fado que rumba, fábula aliñada por la melancolía. Acodado ayer sobre la mesa, arrellanado hoy en el sofá, distraído por la pantalla de su pequeño portátil o el palpitar hipnótico de una televisión cercana en sesión continua, el hombre del pelo gris siempre madruga más que el sol, o tal vez trasnoche con la luna. Podría estar trabajando, pero la escenografía delata que no es el caso. Su semblante desvaído, los ojos tristones arrebujados entre pliegues de piel cansada, la pertinaz y cotidiana lluvia fina de café caliente... Insomne voluntario o atormentado, simplemente deja correr el tiempo, dando la vuelta al reloj de arena a la espera de un milagro que nunca ha de llegar. Sólo si algún día repara en la presencia del fisgón y decide romper la cuarta pared sabré si algo hay de cierto en este relato o todo es espejismo. Pero sea cual sea el veredicto, no me privará de haber visualizado la sombra de la soledad. Un tesoro cuando la buscas, veneno si ella acude a tu encuentro, se convierte cada vez más en el último compañero de muchas vidas. El monólogo final. Otro signo de los tiempos.
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