Solía recordar mi padre con frecuencia la suerte que corrió su amigo el sacristán el día en que, siendo monaguillos los dos, tuvo éste a bien entre una metralla de insultos infantiles atribuir a mi santa abuela el más antiguo de los oficios. Lo hincó ... en el suelo de un 'jalmazo' -por usar la jerga manchega del guion original- y le puso una mejilla incandescente, convertido el lenguaraz mequetrefe en saco de boxeo. Aquello sin embargo no fue nada en comparación con lo que ocurrió cuando sorprendió la escena el padre del yacente. Recabados los oportunos testimonios, levantó a su hijo de una oreja mientras pedía disculpas al ofendido y rogaba que se las trasladara a su señora madre. Doblemente humillado, al sacristán se le fueron ese día las ganas de tocar las narices ajenas para centrarse en las teclas del organillo de la parroquia de San Sebastián. E hizo carrera. Padres como aquel, capaz de dar una lección de disciplina a su nene cuando lo que le pediría el cuerpo era propinar dos collejas al mocoso que lo amorraba contra el asfalto, acabaron arrinconados en reservas cual arapahoes, cuando no extinguidos bajo el yugo del tiempo, ese gran aliado de la sobreprotección y la exaltación filial en detrimento de la educación. Su ausencia dejó paso a una nueva generación, la del papi guay, incapacitado para alzar la voz o pronunciar la palabra maldita: «no». Jamás invocaré épocas sombrías asentadas en pilares maestros como el que pregona que la letra con sangre entra. Mi teoría al respecto está clara. Me la inculcó, en contra de su voluntad, un viejo profesor propenso a embestir cada vez que los cables se cruzaban en su inestable sesera: lo que no consigas con diálogo y ejemplo, déjalo correr. Sin embargo, el botellón nuestro de cada día o el macrobrote mallorquín evidencian que algo hacemos mal. Unos más que otros. Como a malcriador no me gana ni la Pantoja, me veréis realizar por mi hija adolescente soberanas estupideces, acordes con mi naturaleza de hombre blandengue, pero ya os digo yo que este año de privación y enfermedad ella no habría pisado Palma. Por eso tampoco me subiré a la ola del pragmatismo cómodo. Anticipar su vacunación para legitimar riesgos fuera de lugar, como esos viajes de fin de curso a la cuna de la fiesta o un verano de los de antes, implicaría castigar a mi hijo veinteañero, condenarlo a ver pasar de largo el tren de la inmunidad por el mero hecho de que él sí sabe cuánto vale una vida y dónde fijar los límites. En pleno repunte de la pandemia, no es a los más tiernos a quienes debemos exigir madurez tras un duro año de abstinencia. Si por la deriva vírica concluyéramos que hay que vacunarlos ya, lo justo sería ponerles las dosis de sus padres irresponsables.
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