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Ahora que nadie oye te contaré un secretillo. Menuda fiesta de fin de año nos marcamos en familia para propinar a 2020 el puntapié que merecía. Fuimos unos quince, perdí ya la cuenta, todos del mismo grupo de convivencia, porque no veas cómo convivimos, los de una casa con los de las otras. Cena pantagruélica, dulces a tutiplén, champán del caro en el brindis; chinchín y que rueden las copas. Voló el confeti, chirrió el matasuegras. Mascarillas las hubo, no te pienses. Empezaron en la boca y acabaron en la frente, como las corbatas en las bodas cuando llega la hora de la conga. Y qué música, bendito Spotify. Menudo bailoteo de esos que quitan el sentido me marqué con la cuñada, enardecidos los dos por el 'I promised myself' de Nick Kamen. Parecía el salón la pista pachanguera de Bananas. Con tal material, Balzac tendría para un digno epílogo de 'La piel de zapa'. Terminamos devorando bocatas en el resopón, revitalizadores como aquellos del horno de la calle Sueca. Y abrazándonos. Y besándonos. Y por el mar corre la liebre y por el monte la sardina, así que basta de contar mentiras. Un servidor, por lo común responsable y más soso que el menú de un hipertenso, respetó los protocolos en tiempo y forma. Pero si lo relatado fuera cierto, y bastaba un paseo por instagram para corroborar que en materia de estupidez la oferta desborda a la demanda, seguramente nadie habría reparado en ello. Con la pandemia desbocada es inaceptable seguir fiando nuestra estrategia a la madurez ciudadana, pues cada descerebrado anula el esfuerzo de diez sensatos. La segunda bomba atómica mató en el acto a 40.000 personas en Nagasaki. El Covid apila 50.000 cadáveres oficiales, que no reales, en España. La Primera Guerra Mundial sumó siete millones de víctimas civiles. El virus ronda ya los dos millones en todo el planeta. Es momento de ponerse serios y decidir si queremos que pase la pesadilla o coexistimos con ella en medio del chorreo mortal hasta que la vacuna haga efecto. Sonó bien lo de salvar la Navidad, pero ¿en cuántas vidas fijamos el precio aceptable? No parece que la laxitud en las restricciones dé resultado. Siempre que alzamos un dique en defensa de las empresas, de nuestras libertades, de la resistencia emocional, las olas nos arrollan, y pese al sacrificio ni la economía resiste ni la convivencia mejora. Sufrimos en esencia una crisis sanitaria, de la que penden ramificaciones laborales, políticas, educativas, un infinito etcétera, y mientras no solventemos la primera engordarán las demás. Sería necio cuestionar el compromiso y esfuerzo de hostelería, ocio o comercio, merecedores de todo tipo de prerrogativas porque si caen ellos caemos todos. Pero dicho esto, ¿qué otra tecla podemos tocar ante una enfermedad que penaliza de este modo la socialización, traducida en concentraciones humanas? La única voz autorizada ahora mismo es la de los médicos, y ellos han hablado. Hibernar o morir. ¿Qué tal escucharles para acabar con la agonía de una vez en lugar de prolongarla?
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