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Soy valenciano porque aquí atracó mi barco y fue un golpe de suerte, pero también asturiano desde que en Cudillero me sentí gaviota. Soy sevillano por una madrugada trianera de abril y me hicieron mallorquín el esmeralda de la playa de Es Trenc o el traqueteo del tren de Sóller mientras desabrocha la Tramuntana. Soy del Poble Sec barcelonés porque de allí es el poeta que reescribió en verso mi vida y manchego de Montiel por todas y cada una de las veces que trepé de niño la ladera del castillo de la Estrella, al cincho la espada imaginaria presta para vengar a Pedro I El Cruel. Soy santanderino, adicto a los atardeceres de la península de la Magdalena, y segoviano desde que un cochinillo a la sombra del acueducto se granjeó mi adhesión eterna. Soy de Ruidera, de sus lagunas reflejadas en tus ojos, y también de Guadalajara; la de acá tras aquellos veranos en que me creí capaz de acabar con todos los renacuajos del río Cabrillas, la de allá por las rancheras que sonaban rumbo al pueblo en la radio del viejo Ford Fiesta rojo. Soy español, lo dice mi DNI y en ningún otro sitio habría querido nacer, pero soy igualmente parisino desde que perdimos una tarde y ganamos un recuerdo para toda la vida dando de comer a las palomas en las faldas de Notre Dame, radiante como jamás la volveremos a ver. Soy rumano cuando me arranca una sonrisa la huella del pobre diablo que me timó al cambiar moneda en Bucarest y francosuizo tras callejear por la deliciosa Yvoire, tentado de dar esquinazo al barco que aguardaba en el lago Leman para regresarme a la civilizada Ginebra. Soy de Andorra porque allí se oculta el Edén, de California por una manzana, de Tatooine por una cantina y de otros mil sitios porque me da la gana. Mestizo vocacional, lamento que nos desgastemos en ásperas disputas territoriales para ver de dónde es cada cual o de dónde no queremos ser, olvidando que siempre importa más el camino que el origen o el destino.
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