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Siempre me fascinó la figura de Pepín Bello, el tipo que seguramente actuó como un pegamento para unir siquiera durante un tiempo los destinos de García Lorca, Dalí y Buñuel en aquella residencia de estudiantes que reunió a semejantes cráneos privilegiados. Pepín Bello estuvo allí y además, si no recuerdo mal, llegó a centenario. Sin Pepín, a lo mejor, aquellos talentos jamás habrían congeniado. O sí. O yo qué sé. Pero me gusta creer que sin Pepín la historia hubiese sido otra.
Acaso Michael Collins, el astronauta del primer alunizaje que no pisó la luna, fue el Pepín Bello de aquella aventura. En cualquier caso sí fue el tercer hombre, uno de esos personajes que juegan un papel fundamental pero que, sin embargo, no consigue la fama de los que estuvieron expuestos al gran público por su labor en la primera línea. Collins acaba de fallecer y por eso se le recuerda, pero uno se pregunta cómo llevó aquello de no marcar sus huellas sobre el polvo lunar. La de veces que le debieron de preguntar esta cuestión... Y supongo que respondía con deportividad, pero claro, debe de ser atroz vivir bajo el yugo de «sí, fue el tercero, el que no pisó la luna». Un año después de la famosa misión abandonó la NASA, aunque ocupó sucesivos cargos, algunos de florero de lujo, relacionados con aquel viaje. Mientras sus compañeros brincaban gozosos sobre la pálida roca de las ensoñaciones de los malos y de los buenos poetas, él orbitaba con la nave y, en la otra cara de la luna, se mantuvo en la suspensión del trance de la incomunicación. Ahí pudo apreciar la genuina soledad cósmica, ahí estuvo solo ante el peligro sideral. Siento debilidad por estos héroes discretos que forjaron su labor desde las bambalinas. Lo vivieron todo desde las entrañas y luego los olvidaron. Sin los Pepín Bello y los Michael Collins el mundo resulta menos interesante.
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