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La proeza de 'Teruel existe', una iniciativa ciudadana que ha conseguido, como dice el tópico, «poner Teruel en el mapa», es decir, llevar nada menos que a un diputado, Tomás Guitarte, al Congreso de los Diputados en representación provocativa y pugnaz de esta provincia olvidada que no está camino de ninguna parte, tiene fuertes connotaciones épicas y literarias. Si se deja al margen la simpatía intuitiva que provoca este gesto, parece inevitable recibir lo ocurrido con un rictus de preocupación. Sobre todo porque en este país de nuestros pecados hay precedentes muy pintorescos que dan idea de hasta dónde somos capaces de llegar en nuestras propensiones disgregadoras y/o centrífugas que dieron lugar al cantonalismo: el 1 de julio de 1973, en plena Primera República Española, los diputados federales 'intransigentes', seguidores de Pi i Maragall y su teoría del federalismo pactista, abandonaron las Cortes españolas y crearon en Madrid un Comité de Salud Pública que llamó a la insurrección cantonal, que arrancó en Cartagena.
En los regímenes parlamentarios modernos de países compuestos, como Alemania, la Cámara Baja es la sede de las ideas y la Cámara Alta la de las regiones, nacionalidades o estados. Lo cual deja en evidencia el desordenado sistema español, en cuyo Congreso de los Diputados resultan decisivos los partidos nacionalistas, mucho más atentos a su interés particular que a los generales del país y del Estado. Y cuyo Senado es en la práctica una inútil y estéril cámara de repetición.
Cuando arrancó la Transición, el consenso preconstituyente intentó por todos los medios resolver no sólo la democratización del país sino el enquistado problema territorial, que había sido una de las causas de la crisis mortal de la República. Y, además de reconocerse la autonomía de los territorios históricos, se creyó conveniente permitir la intervención de los nacionalismos en la tarea constituyente y, por supuesto, su entrada en el Congreso.
La consecuencia de todo ello no ha sido positiva. Durante casi cuatro décadas, las fuerzas nacionalistas han desempeñado un papel ambiguo en la política estatal, que en ocasiones ha rozado el chantaje. Y últimamente se ha puesto en peligro la estabilidad de todo el sistema. En este contexto, la disgregación de la Cámara Baja en una veintena de partidos y el surgimiento de formaciones regionalistas/localistas como 'Teruel existe', y otras que se hallan en camino, no es una buena noticia. La equidad entre los territorios y la atención a las provincias peor atendidas debería ser un objetivo de las grandes formaciones políticas, y no el resultado de un esfuerzo tan singular y meritorio como el que suscita este comentario. Quizá una reforma constitucional a la alemana podría compatibilizar la sana descentralización con la defensa del interñes nacional.
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