El último de la fiesta

Con toda probabilidad, a la hora de las campanadas, ajeno a las carnes mechadas de la Pedroche, las chorradas de Risto y al aire envasado al vacío de Ramonchu, llevaré un buen rato durmiendo. Soy más de comer las uvas en el desayuno, sin tanta ... angustia relojera, al ritmo que me dé la gana, sin necesidad de gritos ni aspavientos. Quienes me conocen saben que esta decisión de comenzar el nuevo año roncando no obedece a mi espíritu melifluo ni a una incapacidad para la juerga sino a una tendencia, no sé si llamarla trastorno, a llevar siempre la contraria. Siempre desde el respeto, pero con firmeza. En esto, como en todo, lo complejo es saber qué fue primero, porque siempre me recuerdo yendo al revés. Que si a mis amigos les gustaba tal canción a mi me parecía una mierda, todos flipaban con las películas en las que me quedaba dormido, andaban locos tras muchachas y muchachos que, en mi opinión, ni fú ni fá. Y así un poco con todo. Los días marcados en el calendario como de salida obligatoria fueron para mi de enclaustramiento necesario y cualquier evento con respaldo de las masas una excusa para salir corriendo hacia el páramo solitario más cercano. Pero sigo sin conocer el origen de este comportamiento, ignoro si es una respuesta, un intento de ser diferente del resto o, simplemente, que soy un tocapelotas empeñado en llamar la atención. Doña Carmen, mi profesora de griego (tuve de eso) siempre me llamaba «el muchacho del rincón» y en más de una ocasión, con esa mezcla de cariño y mano dura que se gastaban los maestros de antes, me obligó a participar de las actividades comunes. No tuvo éxito, pero ahora que el griego no le interesa a nadie cada vez me acuerdo más de ella y de su buen ojo.