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A la lectura -al menos en mi caso y en mi casa- le han salido férreos competidores en los últimos años. Las series que copan las plataformas, las numerosas aplicaciones que se apilan en el móvil o las ventanas que se acumulan en el portátil con artículos pendientes de revisar se pelean por acaparar nuestra atención y es difícil no sucumbir a ellas mientras algunos libros aguardan en la mesita de noche o la estantería. Donde antes estaban ellos para distraernos, para llevarnos a otros mundos o para alejarnos de los nuestros, ahora surgen varias alternativas con una capacidad de atracción más eficaz.
La culpa de todo la tiene la concentración, que cada vez es más escurridiza, más frágil, más esquiva para quedarse anclada en un lado. A la concentración ahora no solo hay que convocarla, sino directamente encerrarla para que no se escape por ninguna grieta. No creo que sea el único que cuando necesito tenerla a mi lado durante un rato tomo una serie de medidas, como dejar el móvil bien lejos, donde un whatsapp o una notificación de twitter no puedan interferir y actuar como rendija por la que huya la atención.
El acto de leer en no pocas ocasiones precisa de una ceremonia previa, para que sea lo más exitoso posible, para que nada lo amargue o boicotee. Hay que buscar el lugar apropiado -un buen sofá es el mejor embajador para recibir algunas historias-, es imprescindible contar con tiempo para dejarse llevar, pero sobre todo resulta aconsejable alejar tentaciones de hiperconectarse al mundo, que es lo que hacemos a todas horas, como si por no saber lo que está ocurriendo durante media hora fuésemos a enfermar.
El otro día, después de muchos meses, volví a un aeropuerto, que ahora -al menos en el que yo estuve- es un lugar desangelado plagado de persianas echadas y de vuelos que no se anuncian. Mientras estaba en la sala de espera abrí un libro -decidí conocer a la Gema de Milena Busquets- y entonces me percaté de que la crisis sanitaria tampoco había ayudado a las lecturas. Porque la pandemia nos ha arrebatado muchos trayectos de larga duración en trenes y aviones que eran los más apropiados para entregarse a una novela. Cuántos relatos hemos devorado mientras acudíamos a un destino deseado o mientras aguardábamos para iniciar un viaje como si fuese la mejor antesala.
Escogí el de Busquets porque había escuchado cosas estupendas de él, pero también -lo confieso- porque no es largo. Últimamente influye la extensión para decantarme por una obra u otra. Así de básico me he quedado.
Coincido con mi compañera Carmen Velasco en que se publica demasiado, en que quizá sobran libros, pero que nunca hay demasiados lectores. Y añado que nunca es tarde tampoco para volver a leer, para regresar a las lecturas, para redescubrir lo bien que sientan y lo felices que nos hacen.
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