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Sonrisa. El padre Bernardo quiere acabar sus días recluido en su celda, porque dice que es feliz en soledad.
Yermo Santa María de Herrera | Padre Bernardo: «Todos los días pienso en Valencia»

«Todos los días pienso en Valencia»

Padre Bernardo. Jardinero, cocinero y responsable de los novicios, aspira a vivir sus últimos años encerrado en su celda, aunque su mente vuelve hasta su infancia en la huerta de Monteolivete

Txema Rodríguez

Valencia

Domingo, 24 de octubre 2021

Aunque sus orígenes están en «Castilla la Vieja», Nacho Martínez, que aquí es el padre Bernardo, se siente valenciano por la ciudad en la que se crió y en la que vivió su infancia, primero en Peris y Valero y después en Antiguo Reino, «que antes era José Antonio».

Reconoce que cada día «piensa» en la capital del Turia y echa de menos un paisaje que la distancia ha transformado en un edén. Habla de cuando se escapaba de crío por los huertos de Monteolivete y, en especial, de la arquitectura tradicional valenciana. De hecho, escribió hace más de treinta años un apasionado texto sobre la desaparecida barraca de Tatay. «La ciudad ha crecido como una riada inmolando la idílica huerta de letreros de especulación, de tráfico vertiginoso, de fábricas malolientes, de carteles de publicidad que reclaman la atención de un público presuroso que se cruza sin conocerse». Es sólo un fragmento de una vida que resulta fascinante.

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Tiene 65 años ahora y desde crío quiso ser monje. Vivir en soledad y silencio. La fortaleza de su vocación ha sido puesta a prueba en muchas ocasiones. Primero fue trapense, once años en el monasterio de San Isidro de Dueñas, después cartujo en busca de mayor aislamiento aunque salió de Porta Coeli tras un periplo que daría para una novela de intriga -«problemas de observancia», señala con una sonrisa-. Y después, de regreso a La Trapa, dos años y la crisis, porque aquello había cambiado «como la huerta valenciana» y decidió a salir, se exclaustró durante una década. «Me fui a Madrid, llegué allí con 38 años, virgen y mártir».

Se sonroja un poco. Se libera por unos instantes del silencio y la soledad. Su mirada se ilumina recordando aquellos años de felicidad, con su trabajo de jardinero y su vida bohemia, realquilado en una buhardilla de Conde Duque que encontró en un anuncio del ABC. «Mi libertad era embriagadora». Aunque no resultó fácil lograr estabilidad: «Hasta estuve un par de domingos sin ir a misa». Y en esa vida normal «poco a poco iba experimentando la necesidad de Dios. Por un lado me sentía marcado por él y, por otro, me encantaba la vida; pasé por una fase de intentar combinar las dos cosas pero no se puede, es una luz que va creciendo... Volver a un convento me costó lágrimas, fue una muerte, renunciar al amor humano, a las personas queridas».

Pero el padre Bernardo pudo con eso. Y tras unos años de regreso a San Isidro apareció en su vida el monasterio de Herrera. «En el Boletín de los Monjes de Silos ví una foto de los Camaldulenses, tenía 54 años y pensé que ya se me había pasado el arroz, pero Dios me infunde certeza». Aquí se ordenó sacerdote y espera poder gozar de la reclusión permanente en la soledad de su celda. «Sólo necesito la intimidad con Dios».

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