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En el reino del silencio

En el yermo de Herrera viven monjes de clausura dedicados a la oración. Para entrar en la comunidad hay que pasar una prueba que dura seis años

Txema Rodríguez

Valencia

Domingo, 24 de octubre 2021, 18:19

Huele a leña. En este lugar la madera es importante porque arde en las estufas y calienta unos muros centenarios que la humedad intenta abrir con éxito. Ahora no hay llamas, llegarán con el frío, pero permanece el aroma del humo. Se abre la puerta y a la derecha hay una capilla, con altar y reclinatorio, estampas, libros. A la izquierda hay una estancia con una mesa y sobre ella un atril. Las paredes desnudas, como mucho alguna estampa religiosa o una cruz desnuda, negra. Otra mesita al fondo, para comer en soledad. Un baño y un dormitorio. Ante la puerta, un pequeño espacio que cada monje emplea a su antojo. Puede haber lechugas, solo hierba o macetas con geranios. Son doce casitas de diseño simple, como las del monopoly, en una zona de acceso restringido, de clausura. Sólo siete están habitadas ahora, por seis religiosos y un aspirante que lleva poco tiempo. Habrán de pasar cerca de seis años para que se le admita en la comunidad.

Faltan vocaciones para una existencia tan dura. Hombres que no hablan entre ellos porque conversan con Dios y en esa comunicación todo lo demás resulta ser una interferencia. El yermo de Santa María de Herrera, cerca de Miranda de Ebro, está ocupado por los monjes Eremitas Camaldulenses de Monte Corona, originarios de Italia y llegados a estas tierras en 1923.

Faltan unos minutos para las cuatro de la madrugada y las sombras silenciosas, manchas blancas de encapuchados, se iluminan con pequeñas linternas para llegar a la iglesia. Se escuchan los pasos sobre la grava y al poco, cuando la campana certifica que ha llegado la hora, las voces de los hombres comienzan a rezar. Es una salmodia tenue, repetitiva. Situados unos frente a otros, cada grupo lee una frase, con una cadencia tan lenta que resulta irreal. Se suceden los salmos, las preces, las letanías. Voces graves y con un final metálico. El prior marca los tiempos con dos golpecitos de los nudillos en la madera. Se intercalan los rezos y los momentos de meditación. Luego la misa, cuando ya ha amanecido, y después el desayuno. No son ni las ocho de la mañana. Cada uno en su celda, café con leche, un trozo de queso, un mazapán, pan y mermelada. No es un menú fijo, pero es aproximado.

Se ha levantado un poco de aire que mueve las grandes matas de lavanda. Es domingo y no se trabaja. Un zorro camina tranquilo por el yermo y se oculta tras un árbol. Huye de los cazadores. A veces también entra algún corzo en busca de refugio.

La cuestión, vista desde fuera, es qué sentido tiene dedicar una vida a la oración. Y Roberto Marcotulli, el prior, abre los ojos sorprendido aunque esperaba la pregunta. «La oración es el pilar del mundo, que se sostiene por ella, todo el trabajo humano no sirve para nada si no está, nuestra vida sigue como la conocemos porque hay hombres y mujeres que rezan». De modo que entre estos muros de lo que ya fue un monasterio cisterciense hace más de mil años hay poco espacio para las dudas. «Con Dios no hay peros, tiene que ser una relación de sinceridad», dice Roberto.

Vida en el Yermo de Herrera. Txema Rodríguez
Imagen principal - Vida en el Yermo de Herrera.
Imagen secundaria 1 - Vida en el Yermo de Herrera.
Imagen secundaria 2 - Vida en el Yermo de Herrera.

A él le llegó la llamada a los cuarenta. Era ferroviario y vivía en Roma, donde nació en 1957. Hasta tenía novia. Pero sentía en el corazón la asfixia de la gran urbe y huía a la montaña, a Licenza, donde también vivió el poeta Horacio. Allí cuenta que sentía una libertad interior de la que antes carecía. Esos lugares, es cosa sabida, elevan el espíritu. Es un hombre enérgico, rotundo: «¿Tienes fe o no? O se cree o no se cree. Mira, el Señor siempre te pone en crisis aunque tú le digas quiero formar una familia, déjame en paz (...), pero te llama para cambiar tu vida y te pone nervioso, porque uno no sabe qué pasa». A medida que el silencio ocupa su espacio, las conversaciones resultan más valiosas. De la boca del prior brotan palabras como un torrente. «No es fácil dejarlo todo», se para de pronto. Y luego arremete de nuevo contra los enemigos del mundo exterior, el satanismo, el ocultismo o el ateísmo: «Te llenan de un veneno mortal y te hacen odiar a la Iglesia, matan tu vida espiritual».

La conversación se transforma en un monólogo sobre la oración como metáfora del corazón, como esa bomba que mantiene vivo el cuerpo e «impulsa a todos los miembros, nada se sostiene sin ese amor que lo mueve todo».

La oración

A la izquierda del altar se sientan el padre Roberto y los hermanos Nazareno y Sergio. A la derecha el padre Bernardo, el hermano Enrique, el padre Alfonso y César, un aspirante que lleva unos días en el yermo y viste una chaqueta de chándal de los tiempos de Stoichkov. Para llegar a formar parte de la comunidad habrá de pasar una larga prueba que dura cerca de seis años. Que se dice pronto.

El hermano Sergio suele llegar pronto a las oraciones. Se arrodilla y deja que su cuerpo abandone este mundo, sus brazos caen sin tensión, en éxtasis. Al otro lado, Enrique reza con una sonrisa inocente. Como un chaval abriendo paquetes una mañana de Reyes. Las cabezas rapadas y las barbas largas añaden un tono 'vintage' a sus figuras, a los movimientos estudiados, ceremoniosos y litúrgicos, de sus vidas en este lugar remoto hundido en un valle fértil de vistas hermosas. Pocos seres humanos para una misión tan pesada, mantener en pie a toda la Humanidad. Aunque al padre Roberto rebate eso con la facilidad que le dan sus creencias. «Dos apóstoles convirtieron a Roma al Cristianismo, Pedro y Pablo, un pescador y un fundamentalista, pudieron más que todas las legiones del imperio. El Señor, con instrumentos de nada, cambia la historia».

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Junto a los frutales hay un pequeño cementerio de cruces blancas hechas con cemento. Allí reposan algunos monjes, incluido el fundador del yermo. Los setos están cuidados, se nota el cariño de un trabajo hecho por manos expertas. Un pequeño camino baja al huerto. A lo lejos se ven las colmenas y, en primer plano, al padre Bernardo tirando de una manguera amarilla con la que refresca unas matas de hierbas aromáticas. Fue jardinero y muchas otras cosas. Sonríe. He conseguido permiso para hablar con él al día siguiente. Al cabo de un rato, vestido con un gran delantal negro, se adentra en la cocina. A todos les gusta que cocine él porque tiene buena mano, en especial para la paella, aunque sea de verduras, porque aquí no se guisan animales. Y el tiempo pasa.

El prior habla de las maravillas de la contemplación, un don que sólo está al alcance de los puros de corazón. «Es lo mismo que cuando una persona está enamorada, nosotros siempre queremos estar con Dios».

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