El Palmar despierta con el sol reflejándose en las aguas de la Albufera. Entre canales y embarcaderos, los vecinos empiezan la jornada con la serenidad de quien sabe que vive en un lugar privilegiado. A solo 20 kilómetros de Valencia, este pequeño pueblo con tradición de pescadores y arroceros conserva su identidad en cada callejuela, en cada barca que se desliza sobre la laguna y en cada paella cocinada a fuego lento. Y esto es así gracias a sus vecinos.
La mayoría de sus habitantes han nacido aquí y han decidido quedarse. Son el 82,4% del total de empadronados. La mayor cifra por secciones censales de la Comunitat Valenciana. Porque «no hay un sitio mejor para vivir», dice Elena, que es una de las propietarias del restaurante Bon Aire. «Te levantas por la mañana y ves los arrozales, los amaneceres y por la tarde la puesta de sol. Además, estás a un paso de la ciudad cuando la necesitas.»
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Elena
Copropietaria de restaurante
Este sentir no es excluyente. Aunque son una inmensa mayoría, el pueblo también ha acogido a gente de fuera como las 74 personas de otros países han encontrado su hogar junto al lago, o los 27 de vecinos llegados de otras comunidades. Como Cipriano, que vino de Jaén ya hace 49 años. Después de casi medio siglo, se considera uno más y de hecho se enorgullece de hablar de El Palmar como de una familia bien avenida. «Aquí nos conocemos todos y la verdad es que estamos muy hermanados». A esto hay que sumarle «tranquilidad y naturaleza. Una maravilla que hoy ya no se encuentra en ningún sitio».
Cipriano
Paseos en barca
La brisa salada recuerda que este pueblo, de dos calles, es único mientras avanzamos hacia uno de los bares de la plaza. Es la hora del almuerzo y allí es donde se concentran cada día los lugareños. Vicent, Paco, Ricardo.. y casi una docena de vecinos ocupan una larga mesa. Viven aquí desde que nacieron y aunque ahora están jubilados han sido tractoristas, labradores, pescadores, camioneros… «Lo que més m'agrada d'este poble és l'esmorzar», ríe Vicent que fue guarda de Albufera junto con Paco. «Durante 15 años estuvimos vigilando a caballo en un servicio que fue creado por el rey Martín el Humano», nos ilustra.
«Ché, calla, ché. Lo millor és lo bé que se dorm». Señala otro vecino que apunta la gran ventaja de estar en el centro del parque natural por lo que no llegan ni trenes, ni tranvías, ni ruidos del trajín del tráfico. «Esto es muy tranquilo», coinciden todos. «Sobre todo de lunes a viernes, los fines de semana se llena de turistas». Eso sí, también señalan que uno de las problemas de residir dentro de un parque natural es que las normativas que regulan las viviendas son muy estrictas. No se puede casi construir, «ni tocar una ratxola».
Vicent
Jubilado
Al salir de la plaza, y pese a que aún falta para la hora de comer, comienza el runrún de los restaurantes y el trasiego de los fogones. Aquí, la gastronomía es un arte y un legado. «Intentamos que las recetas sean de la zona y utilizar los pescados del lago para que todo sea producto de proximidad», afirma Elena. No todo es paella: «También destacan la anguila en all i pebre y frita con ajetes, l'arròs en fesols i naps y la paella de anguila y lubina, que es la tomaban nuestros abuelos.» Ahora el turismo gastronómico es el motor económico del pueblo, que tradicionalmente vivía de la pesca y del arroz. El tirón es tal que la tasa de paro es de apenas el 4,94%.
Sin embargo, el paso de la dana también ha afectado. Las inundaciones del pasado mes de octubre tuvieron a los pesacadores parados dos meses y también han hecho que el turismo se resienta. «Ahora empezamos a recuperarnos. Y a ver si con el buen tiempo va a mejor», espera Cipriano que nos explica que mucha gente pensaba que El Palmar había sido engullido por las riadas. Nada más lejos de la realidad. Como nos cuentan los más ancianos del lugar, 'El Palmar es tan alto como el Miguelete' porque su superficie llega hasta Xeresa. Son más de 200 kilómetros cuadrados. «Que el agua suba un palmo en toda esa superficie es mucho decir; además están las golas, que vierten al mar los sobrantes». El pueblo está a salvo.
Más allá de la mesa y la calma, El Palmar sigue latiendo al ritmo de sus aguas tranquilas, con el equilibrio perfecto entre tradición y presente. Aquí, donde el arroz crece con paciencia y las costumbres resisten al tiempo, la vida entre semana se disfruta sin prisas.
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