
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Juan Antonio Marrahí y Belén hernández
Valencia
Domingo, 18 de septiembre 2022, 00:00
Sólo unos segundos más y Álvaro sería hoy un asesino. Un chaval normal, agradable, cercano. Un adolescente cualquiera de un pueblo al norte de Valencia. Un menor arrastrado por una familia rota, curtido por los golpes del centro de menores en el que pasó sus años más tempranos. Si aquella noche en el descampado hubiera aguantado un suspiro más asfixiando a un desconocido con una llave de 'mataleón', Álvaro sería hoy un criminal. Aquel día participó en una de muchas quedadas para pegarse. «En una campal», lo llama él. Hoy lo recuerda mientras apura un cigarro en un parque apartado del pueblo. Oscuro. Sin brillos de navajas y cuchillos como en las campales que frecuentaba. Va con la cabeza gacha. Furtivo. Mira temeroso a un lado y al otro. «Temo que un día baje a la calle y me maten». Sus palabras te golpean. Tiene 17 años. Crudos, curtidos desde los 15 en peleas masivas. Habla de ellas como el que cuenta cómo queda para tomar cañas. Violencia inoculada en la normalidad. A su lado camina Pablo. 21 años y parapetado bajo una capucha. Lleva una sudadera de forma estratégica, para que no le reconozcan. Sus nombres son ficticios, pero no lo son sus relatos. Se rasgan el alma y narran con dureza a LAS PROVINCIAS: así se organizan y se participa en peleas masivas de adolescentes.
'Pip, pip. Pip, pip'. Álvaro sabía lo que se le venía encima cada vez que cogía el móvil de su mesilla. La violencia se colaba en su rutina antes del desayuno. Trescientos mensajes que hablaban de lo mismo: «He quedado para pegarme, ¿te vienes?». El menor arroja el teléfono sobre la mesa de camping del parque con desidia. «He tenido que cambiar de número veinte veces para que no me localicen». Se sorprende a sí mismo cuando se da cuenta de que recuerda su número actual. Sonríe. Para él es una muestra de que todo ha cambiado. «Aunque de las campales no se puede salir». Su antigua cuenta de Instagram anda perdida en algún lugar de internet. «Me metían en grupos con cientos de persona para citarme para las campales». Tienen su propio lenguaje. «50 pa 50». Así avisaban del número de personas que se iban a pegar. La palabra 'pelea' no aparecía nunca en las conversaciones. Intentan no dejar rastro. Ser fantasmas en la lista de sospechosos de asesinato. Álvaro se pone la mano delante de los ojos. «En las campales se me nublaba la vista. Sólo veía negro». Lanza puñetazos al aire. «Sólo paraba cuando notaba que me quemaban los nudillos», reconoce.
Según la Fiscalía, el año pasado se contabilizaron 1.591 diligencias por delitos de lesiones cometidos por menores de edad en la Comunitat. En la región hay una media diaria de cuatro agresiones protagonizadas por menores. Y, como refleja la Fiscalía, preocupa el creciente protagonismo de las armas blancas.
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Álvaro hace una pausa. Enciende otro cigarro. No es el mismo chaval que se batía a muerte con desconocidos, es un crío de 17 años que quería abrirse paso en el mundo y se desvió por el camino de la violencia. «Se me iba la olla». Se abraza a sí mismo al recordar: «Le he llegado a partir la 'tocha' (como se refieren a la nariz) a un colega». El terror que siente hacia sí mismo le ensombrece el rostro. Busca la mirada cómplice de Pablo. Y la obtiene. A ambos les poseyó el mismo demonio. «He llegado a dejar a uno en el suelo, con la cabeza ensangrentada. Y no he parado de darle patadas hasta que me han separado». Las campales terminan con las sirenas de la Policía. Buscan zonas apartadas entre los pueblos. Campos. Descampados. Cualquier lugar difícil de rastrear y mejor si es en lugares que estén en 'tierra de nadie'. «Nosotros escapamos en cuanto vemos los coches patrulla, pero con las tías es otro rollo. Se lían a botellazo limpio y siguen pegándose hasta que las separa la policía». Pronto empiezan las justificaciones. «Las campales suelen ser por rivalidad entre pueblos. Es una forma de defender tu territorio».
Están en Ribarroja del Turia. Álvaro se tuvo que mudar, pero su lealtad está con Tavernes Blanques. Gesticula con los brazos: «Yo me he pegado con todo el pueblo. Aquí no me pueden ni ver. Todos me tienen ganas». Y se las cobraron. Le cogieron entre cuatro y no pararon de golpearle hasta dejarle en coma dos días. Aumentó su sed de sangre. «No podía abrir los ojos. Tenía ganas de reventarles pero el cuerpo no me dejaba». Lo dice y se convierte en otra persona. Sonríe con malicia. «A ellos les hice la misma», confiesa sin reparos.
Según la fiscal de Menores, Consuelo Benavente, «en estos encuentros, las redes sociales facilitan el delito en forma de comunicación o con insultos previos». Por ahora, ahonda, «no han llegado casos masivamente a la Fiscalía. Alguno ha habido, pero no muchos detenidos. Es un fenómeno preocupante. Son asuntos complicados porque se monta la 'batalla' y en el momento en que llegan las dotaciones policiales escampan como cuando pisas un hormiguero y salen todas las hormigas de golpe».
Machetes, navajas, porras extensibles e incluso pistolas. Todo vale en las peleas multitudinarias. No sólo participan adolescentes. Se baten personas de 12 años con gente hasta de 30 y 50. «Nosotros no llevamos armas, combatimos con nuestro cuerpo. Pero hay gente que viene a matar», retoma Álvaro. Se levanta la camiseta de tirantes sin pudor y enseña la cicatriz que tiene en el abdomen. Un navajazo. «Después me pusieron la punta en el cuello. Pensé que me iban a rajar».
Simula con el dedo la trayectoria de un degüello mientras se levanta del banco. Toma aliento. Mira el paquete de tabaco y vuelve a sentarse. Ambos viven con miedo. Saben que cada vez que cada vez que cruzan el umbral de su casa podría ser la última. «Cualquier día viene alguno que te tiene rabia y te manda al otro barrio. Entrar en esto es meterte en el infierno». Angustiado. Harto. Pablo está cansado de vivir en una persecución eterna por sus pecados. Cinco años de palizas cargan a sus espaldas. Pero todavía les enorgullece haber 'defendido' su territorio. «El peor momento que viví fue ver que todo mi pueblo se arrodillaba ante otro porque nos habían destrozado», cuenta Álvaro. Aunque él entró en ese mundo por curiosidad. «Para quitarme el miedo de pegar en la cara, como muchos otros». Como si fuera un deporte.
Lo comparan con practicar artes marciales. Con consumir drogas. «Te engancha el subidón de adrenalina». Sus golpes le han pasado factura. Tiene antecedentes. Pasó dos noches en el calabozo. Pero no sólo va a cuestas con los cargos por agresiones.
Su época como traficante también aparece en su expediente. «Aquí se monta una 'campal' hasta porque te deban cinco euros de mierda». Hablan de marihuana. Pero entran en juego drogas más duras como cocaína. «Si le debes a alguien 300 euros no te va a matar para que le devuelvas su dinero. Pero a lo mejor te dejan sin poder moverte», cuenta Pablo. «¡Las deudas se pagan al momento!», dice el de 17 mientras golpea la mesa del parque. Se ha quedado sin tabaco y le da reparo hasta pedirle un cigarro a un amigo. «No quiero deber nada a nadie».
Según Benavente, la clave ante estas peleas será la «labor policial de prevención, estar muy encima». Según ahonda, «cuando ellos quedan para pegarse lo hacen en un punto, pero hasta 15 días antes han estado reuniéndose en parques y todo se va fraguando».
Lo tienen todo preparado. Las redes sociales les permiten identificar a sus víctimas. «Suben una foto a Instangram y así los fichas. Ves su cara. Su nombre. Por dónde van. Así sabes cómo encontrarlos», cuenta el chico de 17 años con crudeza. Aliadas o enemigas. Antes las peleas y los rumores corrían por el boca a boca. Ahora un vídeo de cómo te dan una paliza puede destrozarte la vida. «En las campales siempre hay gente que graba las palizas. Luego lo suben a Instangram y encima te mencionan con tu usuario para que todos sepan quién eres», cuenta Álvaro.
María José Ridaura es psicóloga de Fundación Amigó y vicepresidenta de la Sociedad Española de Violencia Filio-Parental (SEVIFIP). La experta confiesa: «Ante este fenómeno o el de los pinchazos a chicas creo que asistimos a una banalización de la violencia, su concepción como diversión». El problema «es que ven modelos violentos por todas partes: televisión, partidos de fútbol, en el tráfico, en la cola del supermercado o en los propios hogares, entre padres».
Los jóvenes nunca han visto imágenes suyas en internet, pero no descartan que las haya. Se llevan sólo cuatro años de diferencia, pero Pablo nota mucha distinción entre las peleas campales de cuando era adolescente a las que se producen ahora. Todavía eran más precavidos. Todo estaba mucho más pautado. «Comprábamos móviles Nokia con tarjetas prepago. Luego las tirábamos y reiniciábamos el móvil y así no había forma de que te rastrearan». Lo mismo ocurre con el tráfico de drogas. «Yo paso hachís y sé que cuanta menos gente tenga mi teléfono, mejor». Los mensajes también están codificados. «Si le digo a mi amigo que nos vemos en 15 minutos significa que nos vemos ya y que le lleve 15 euros de 'chocolate'», explica.
Joaquim Bosch es magistrado y portavoz territorial de Jueces y Juezas para la Democracia. «Percibimos el incremento de la violencia juvenil, especialmente en ámbitos como las agresiones sexuales y las lesiones en todo tipo de peleas». Según Bosch, «hay que analizar los posibles vínculos con la situación de pandemia». También, en el ámbito de las agresiones físicas, «las influencias de las redes sociales». Para el magistrado valenciano, «más allá de las insuficiencias del sistema educativo, sería importante analizar en profundidad el creciente protagonismo en la formación de antivalores en el mundo de determinados 'influencers' juveniles».
Juan Molpeceres, abogado penalista y asesor de medidas judiciales de menores en medio abierto del Ayuntamiento de Valencia ve así la cuestión: «Hay una exaltación de la violencia». Uno de los problemas de fondo «es la falta de medidas claras y de control por parte de los progenitores, en los que detecto un excesivo proteccionismo hacia los menores».
El móvil de Álvaro suena dos veces durante la entrevista. Es su padre. Los tiempos en los que desaparecía de casa sin dar señales de vida terminaron. «No te preocupes. Estoy aquí hablando. Ahora voy» . Pablo coge la moto antes de que llegue la madrugada. «Avísame cuando estés en casa». Aquellos valientes matones se han dado de bruces con su conciencia. El miedo y la inseguridad les esperaba al final de la campal.
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