R. González
Valencia
Viernes, 26 de junio 2020
La alarma del móvil suena y Abdellatif, aunque muchos le llaman Abdul porque es más fácil, se pone en pie. Son las seis de la mañana. Está amaneciendo en Gandia y, como cada día, le toca ir a trabajar al campo. Para él no hubo parón en los últimos meses al formar parte de un sector esencial. Es el capataz de una cuadrilla de 14 personas y, aunque ya ha acabado la campaña de recolecta de fruta, ahora le toca hacer labores de limpieza de naranjos en un bancal que lleva años sin cuidarse y que les ha proporcionado el corredor Felipe Fornés. Está situado en la carretera de Ondara a Benidoleig, en la vecina comarca de la Marina Alta.
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Abdul, un marroquí de la zona del Atlas que llegó a España en 2004, y su cuadrilla de jornaleros han visto cómo en los últimos meses las medidas de protección dictadas con motivo de la pandemia alteraban su rutina diaria. Sin embargo, al aire libre y rodeado de árboles se ha sentido seguro este tiempo. «Hay más riesgo en la ciudad que aquí en el campo de coger coronavirus», afirma convencido. Antes de que finalizara la campaña tenía más gente a su cargo, en este momento solo está con su hermano Mustafá y un vecino de su tierra natal, Racharid.
«Al principio, debido a las limitaciones en los desplazamientos, la cuadrilla de jornaleros tenía que ir en muchos vehículos porque no podían compartir«, relata. Eso suponía una importante dificultad, ya que habitualmente los terrenos a los que iban a recolectar carecían de suficiente espacio para aparcar ese número de coches. En estos momentos, al decaer el estado de alarma y al ser menos por el parón que experimenta el sector, ya puede moverse en un único vehículo, pero eso sí, llevando cada uno su mascarilla.
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Precisamente este último elemento de protección es la parte que menos le agrada cuando está al aire libre, en plena naturaleza y en jornadas en las que hace un sol de justicia. Según explica, «el calor, la mascarilla y pelear con el árbol cuesta mucho» y provoca sensación de ahogo. Ahora, al ser tan pocos y mantenerse tan distanciados, se pueden relajar y poco y dejar la mascarilla de lado cuando no es necesaria.
Su jornada laboral empieza a las siete. A esa hora ya tienen que estar en el bancal de naranjo. Desde la liberalización de la autopista tardan menos en llegar. Hoy les toca «quitar los hijos», una tarea de poda destinada a recuperar los árboles y que se regeneren. Más adelante pasarán el tractor y abonarán el terreno para ver si se le puede sacar provecho después de años de abandono. Tienen que pisar con cuidado porque hay importantes socavones que han dejado los jabalíes que merodean por la zona y que destrozan algunos campos.
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Sobre las nueve y media llega el momento del almuerzo. Comen algo de carne, ensalada, pero nada de conserva. «Hay que llenar el depósito para continuar», bromea Abdul. Por delante les queda un trecho en un día de calor. Hasta las dos de la tarde. Entonces recogen sus bolsas y regresan a casa.
Esta será su rutina hasta septiembre, cuando comience la temporada de mandarinas, ya que este año no va a ir con su mujer, su hijo de 8 años y la pequeña de 4 a visitar a sus padres en Marruecos. Las circunstancias no lo permiten.
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Y tras la mandarina será el turno de las diferentes variedades de naranjas. Después empalmarán con la recolección de almendras, cuando aún están verdes, al poco de perder la flor. Según el capataz, esas son para exportar a Alemania. A partir de abril su trabajo se centrará en recolectar melocotones, paraguayos y fruta de verano. De esa manera se cerrará un nuevo ciclo. Una de las piezas más complicadas para él es el limón. El motivo son los imponentes pinchos que tiene el limonero y que les obliga a llevar guantes de cuero hasta el codo.
El mundo del campo que rodea a Abdul atraviesa unos momentos complicados. A la precariedad que se da en el caso de muchos temporeros se le suma las dificultades que deben afrontar los agricultores para salir adelante. A pesar de que durante la pandemia ha quedado patente una vez más que son un sector esencial, su esfuerzo no se ve recompensado. Los precios que les pagan por sus cosechas no llegan a cubrir los costes de producción.
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Los máximos dirigentes de la Asociación Valenciana de Agricultores (AVA-Asaja), Cristóbal Aguado, y la Unión de Llauradors i Ramaders, Carles Peris, reclaman más apoyo. Ayer protagonizaron una protesta frente a la Conselleria de Agricultura por la situación de la cebolla y la patata, que ha llevado destruir algunas cosechas. «Las pérdidas de los agricultores son importantes y nos gustaría más complicidad del consumidor«, apunta Aguado. Por su parte, Peris subraya que «la sociedad valora la labor hecha durante la crisis, pero los productores no tienen un ingreso digno».
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