Pueden ser nuestras madres o hermanas. También nuestros hijos. A Lublin llegan cada día cientos de seres humanos, también a otras ciudades limítrofes con Ucrania. Forman una cadena interminable de mujeres y niños que caminan cargados con bolsas en las que meten todo lo ... que les queda. Pueden ser mayores o muy pequeños, pero en sus rostros asoma la sombra del miedo a la guerra, el dolor por la pérdida, la separación de sus familias. Los hombres quedan atrás, cerca de aquí, en Leópolis, por ejemplo, y ellas inician el éxodo hacia un lugar seguro con la esperanza de volver un día a una vida que saben que ya no existirá.
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Todo comenzó un día en el que un farmacéutico, Carlos, recibió la llamada de ayuda de un amigo ucraniano para poner a salvo a su familia y, sin pensarlo mucho, con el primer impulso de la urgencia, se subió a una furgoneta con su amigo Rafa. Se omiten los apellidos por deseo de los protagonistas, que no desean publicidad. Y cruzaron juntos Europa para traer a aquella familia hasta Valencia. La narración de esta historia entre los miembros de la comunidad de Emaús y también del Camino Neocatecumenal prendió la mecha que unos días después llenaba un autobús y cinco furgonetas con destino a Polonia. Una caravana que partió el 17 de marzo cargada con unos 5.000 kilos de medicamentos y comida, sumando la carga de todos los vehículos, gracias a la ayuda de amigos o conocidos de conocidos. Uno dejó una furgoneta, o comida, o dinero para la gasolina o para costear el autobús, miles de euros que fueron apareciendo cuando hacían falta y a los que se añadió la ayuda desinteresada de otros, en Francfort o en Katowiche, que ofrecían comida y alojamiento a los miembros de la expedición.
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Muchas horas después es 19 de marzo. Sale la luna roja sobre Lublin. Hace frío y se acerca la hora de ir a por el grupo más numeroso de refugiados, que se hallan en un centro de acogida cerca de la ciudad. Había una lista de nombres que se ha ido elaborando por el camino mediante un frenético intercambio de llamadas y mensajes, alguien sabe de una familia en tal sitio, de un grupo en tal otro, pero la realidad de la emergencia es mutante. De camino, una mujer que esperaban cerca de Brno avisa de que ha decidido retornar a Ucrania porque a su marido le ha pasado algo muy grave. Y hay que intentar ocupar esas dos plazas con otros pasajeros. Es así durante todo el camino. Incluso en el centro donde se suponía que un grupo concreto esperaba la llegada de este autobús. Diez de los refugiados no pueden porque un rotavirus les ha causado severas diarreas. Otra, embarazada, se pone de parto y el bebé nace, por unas horas, en Polonia. Todas las previsiones cambian, la lista no vale, al autobús comienzan a subir mujeres y niños acuciados por la urgencia de huir.
En la fría oscuridad de Lublin resulta imposible saber quién es quién, o si son o no familia. Tampoco sirven los bocadillos preparados para su llegada. No tienen hambre, solo sueño y ganas de que el motor arranque. Se abrazan unos a otros vencidos por el cansancio. Apoyan sus cabezas sobre peluches que emplean como almohadas. Halina es una mujer mayor, de Kiev, a la que todos llaman mamá, una señora dulce y cariñosa, a la que los expedicionarios rodean con sus brazos en cuanto pueden y a la que susurran palabras hermosas que ella no entiende. Va sola, tiene a su hija y sus nietos esperando en Alicante. Allí poseen un apartamento al que decidió llevar a los niños el 16 de febrero porque los colegios estaban cerrados a causa del Covid. Ahora ha comenzado a buscar trabajo. El autobús abandona la ciudad y por un momento, breve, se hace el silencio. La luz de una publicidad refleja sobre el rostro de Halina que duerme apoyada sobre una especie de oso Yogui que asoma sobre su cabeza. Todavía no conocen los nombres de estas personas, pero sí el número, 34, que se repetirá cada vez que el autobús pare antes de arrancar. «¿Están todos? 32, 33, 34... sí, Carlos, dale».
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El tiempo transcurre lento y veloz a la vez, hace solo unas horas que se descargó el vehículo, con la ayuda de voluntarios de la Fundación Godne Zycie. Todas las cajas con medicinas y comida quedaron guardadas en un almacén de una empresa que fabrica placas solares a las afueras de Lublin y su contenido llegará a buen destino pues tienen permiso para cruzar la frontera. Las furgonetas fueron finalmente a descargar las cajas en Przemysl, las distancias son largas y hay que aprovechar el tiempo. Después de comer en la sede de la fundación, una casa enorme en la que sus habitantes, una familia con quince hijos, parecen ser capaces de alimentar a un ejército, los viajeros comparten la misa con los miembros de su comunidad en la ciudad. La oficia el padre Dominik Szymanski, que habla español porque estuvo de párroco en Armintza, un barrio de Lemóniz, y también ayudaba en Plentzia y en el barrio bilbaíno de Indautxu. Bromea con nostalgia sobre los chuletones y luego, en un breve paseo por el centro de la ciudad, habla de su experiencia en la frontera rusa, porque estuvo tres años en Bielorrusia. Cree que fuera de aquí es complejo entender la situación porque un porcentaje notable de ucranianos era prorruso, «éste es un trabajo que, por decirlo de alguna manera, lleva haciéndose durante mucho tiempo».
El autobús no se detiene, hay tres conductores que se turnan, y al amanecer Lublin ya queda lejos. Comienza la ardua tarea de saber quién es quién. En el convoy viajan Oksana, una ucraniana que lleva seis años viviendo en Valencia, y Boris, un ex jugador de voley del CSKA de Moscú, que se encargan de traducir las conversaciones. Hace falta una lista detallada con nombres, números de pasaporte, edad y números de teléfono para que el consulado tenga constancia de su entrada en la Comunitat Valenciana. Hay que parar a menudo porque los niños marcan el ritmo. Aquí lo mismo se cambian pañales que se preparan biberones o se hacen bocadillos. Todo está lleno de bolsas, mantas, paquetes, mochilas y prendas de ropa hechas una bola. Todavía quedan algunos globos amarillos y azules que servían de bienvenida y que ahora vuelan sin rumbo de asiento en asiento. Solo el pequeño Damir, que viaja con su madre, se entretiene con uno, simulando que entrena para un combate de boxeo. Luego se enciende la tele y se queda embobado viendo la película del toro Ferdinand, que reniega de la violencia y prefiere olisquear flores. Damir se ríe con ganas mientras Khaterina, su madre, no puede ocultar la angustia por el futuro. Es cocinera y cuenta que vienen de Lugansk y que ya no queda nada de su antigua vida a la que puedan volver porque las casas desaparecen «por las bombas de los rusos o por las bandas de saqueadores que recorren las calles y se lo llevan todo». Tiene un tío camionero que vive en Gandia, pero vive en un piso compartido y pasa semanas fuera de casa. Sin embargo, unas días después, sonríe de nuevo. Damir juega a futbolín y habla sin parar con las hijas de la familia que les ha acogido en Torrent.
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La actividad frenética del grupo, coordinado por Joaquín y Asun, da sus frutos. Tienen una inmobiliaria y aprovechan la estructura de una red de casas de emergencia para sanitarios que crearon durante la pandemia. Todos llaman a todos, amigos e incluso desconocidos. Uno que conoce a uno que conoce a otro. Y poco a poco van apareciendo hogares para cada grupo. Para Irina, que viaja con su hijo Kyril, y dice que puede hacer cualquier trabajo; también para Valeria y su familia. Ella tiene 21 años y trabajaba de periodista en prácticas en la televisión regional de Dnipró, la ciudad más poblada de Ucrania. La muchacha toma emocionada el micrófono del autobús y rompe a llorar recordando a sus compañeros que se quedaron allí haciendo su trabajo, siente un profundo dolor porque piensa que está faltando a su deber pero dice, entre sollozos, «aguantamos todo lo que pudimos, nos reunimos todos los miembros de la familia y decidimos salir, hay que salvar a los niños y a los jóvenes porque si ellos desaparecen también desaparecerá Ucrania, ellos serán el futuro cuando volvamos».
Se suceden los testimonios, las lágrimas brotan con facilidad. También los agradecimientos. Kira huyó con tres niños pequeños y dejó atrás a su marido militar, todos los hombres lo son ahora. Svitlana no le ha dicho al suyo que se iba porque no quiere que se preocupe. Viaja con Diana, de diecisiete, y Victoria, de cuatro. A la pequeña estuvo a punto de perderla en un tumulto en una estación de tren cuando salían del país y ahora no quiere separarse de ella ni un milímetro. A estas horas están las tres en una casa en la playa de Almenara, y ya ha hablado con su marido para contarle que están a salvo.
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La historia es larga y el espacio limitado. Está llena de pequeños detalles, los que importan en realidad, de cada vida. Cada una sigue su curso gracias en parte al apoyo de esta comunidad, «Emaús abraza Ucrania» se llama la misión, convencida de hallar a Dios en cada ser humano y empeñada en responder a la llamada de cada uno de ellos. Un sentimiento que unió a los que fueron y a losque se quedaron ayudando desde Valencia. La historia es larga, como las cuarenta horas del viaje de vuelta, pero siempre queda un hueco para la oración. Salva, uno de los artífices de este camino de esperanza, abre la Biblia por una página al azar y lee: «Mirad los lirios del campo, cómo crecen, no se fatigan ni hilan. Yo os aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe!». Y a todos se les forma un nudo en la garganta, que se transforma luego en un silencio largo que se desliza sobre el asfalto rugoso, hasta que llega la siguiente parada y, al atravesar la Junquera, de nuevo, la lluvia. La misma que dejaron atrás amenazando las Fallas, qué habrá sido de ellas en este tiempo, la misma que cubre el camino cuando unas cuentas horas más tarde se abren las puertas y comienzan a bajar. Mujeres, niños, bolsas y maletas. Todos son acogidos en el colegio La Salle de Lliria. Cuando descansen partirán hacia nuevos hogares. Ahora, por fin, huele a sopa caliente. Y a vidas que renacen.
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