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Si alguna vez se ha roto un brazo, le han puesto una escayola y ha intentado ducharse, ponerse los calcetines o coger un vaso de agua, sabrá que sentirse incapaz de hacer lo que siempre has hecho te frustra como (casi) nada. Luego imagine que el agua llena de lodo entra a su casa mientras ve la tele en el salón y tiene que huir al primer piso. Y luego imagine que sigue sin poder ducharse, ponerse los calcetines o beber agua y, a la vez, tiene que hacer frente a la peor catástrofe climática de la historia de Valencia. Seguramente estará ya con sudores fríos. Pues no es, como se estará imaginando, un cuento de terror. Es una realidad, lo que la hace, claro, aún más horrible, a la que se enfrentan cientos de valencianos en las localidades más afectadas por la dana.
Como Wilson, que acaba de llegar de Colombia; José, que tiene síndrome de Down; o Paco, que necesita un andador. Son los más desamparados de entre los desamparados, personas que necesitan ayuda para valerse por sí mismos. A veces, parece, Dios, o quien sea, sí castiga dos veces. Pero Dios, o quien sea, también envía ayuda. Ahí están Loreto, 33 años, zaragozana, que dice que está aprendiendo valenciano en un centro para niños en Catarroja; o Lorena, 23, recién licenciada, que se enfada con José porque le gana al dominó de colores. No se enfada, por supuesto, pero la sonrisa de su paciente demuestra que le gusta ese pequeño jueguecito.
Lorena y Loreto son dos de las integrantes de un programa especial puesto en marcha por el Consejo General de Colegios de Terapeutas Ocupacionales, que ha sufragado varias semanas de trabajo en las zonas más afectadas por la dana. Fue ver el anuncio y Loreto cogió el coche y se vino a Paiporta. Y desde entonces no ha parado. La conocemos en Llocnou de la Corona, el pueblo más pequeño de España y también uno de los más castigados por la barrancada. Asusta ver hasta dónde llegó el agua en estas calles tan estrechas. En una de esas casas donde todo lo que hay es regalado porque lo que tenían se lo llevó el agua, está Wilson, que vive con su madre y su abuelo.
Loreto le hace un masaje en el brazo como parte de la intervención preparatoria para después trabajar la propiocepción y el control motor tras su lesión, mientras habla con él.que con un acento que se le desliza por la boca le explica que lo que más le cuesta es saber qué fuerza aplicar cuando va a coger algo, una cuestión en la que casi todos nosotros, con suerte, nunca podremos pensar. Wilson, que tiene 26 años, en realidad ha tenido suerte. Y eso es decir mucho porque llegó a Llocnou, donde vivía su madre, el domingo 27 de octubre. Pero es que en Colombia Wilson sufrió un gravísimo accidente. Sobrevivió. Para alguien que aguantó eso, aprender de nuevo a coger un vaso no parece un reto demasiado importante.
«Llegamos a él porque su madre vio uno de los carteles que pusimos por el pueblo», cuenta Loreto. En esos afiches, se lee «¿Necesitas ayuda tras la dana? Somos del Colegio Oficial de Terapeutas Ocupacionales de Valencia y estamos aquí para ayudarte». ¿Y qué hacen Loreto y sus compañeras (el 90% son mujeres) Lorena, Olga, Carmen y Josema? Pues de todo. Atención domiciliaria, facilitación de ocio, proporcionar un respiro familiar, ayuda para recuperar la rutina, apoyo emocional, movilidad en casa, mejora o recuperación de productos de apoyo, gestión de recursos... Vamos, lo que decíamos: lo que sea.
La madre de Wilson vio uno de esos carteles y llamó a Loreto, que ya lleva dos días trabajando con el joven, que reconoce que le da algo de vergüenza comer delante de gente porque no sabe coger la cuchara. Pero Loreto le dice que trabajarán en eso, y también que busque rutinas, y que intente caminar. Lo hace con andador y lo dejamos al sol, con su abuelo. «¡Pero míralo cómo va ya!», dice ella contenta.
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Luego vamos hacia Catarroja, esa Catarroja marrón y triste e irredenta. En una vivienda de dos plantas en cuya planta baja se ve hasta dónde llegó el agua (bastante por encima de los dos metros), viven Pepa, Manuel y sus hijos José y Manuel. Lorena está ya aquí: trabaja con José, que tiene 33 años y síndrome de Down. Su hermano, de 43, le corta el pelo. Desde nuestra llegada y hasta que nos vamos, Pepita nos ofrece pastas, zumo, un café, que nos sentemos... «Somos pobres pero lo que tenemos es de todos», dice ella. Mientras Lorena utiliza el dominó de colores como herramienta terapéutica para trabajar la coordinación visomotora, la atención sostenida y fomentar la interacción social de José, Pepa cuenta que antes, hace años, José iba a un centro del pueblo. «Iba incluso a natación, siete años, no sabes cómo nada», cuenta. Luego, «algo pasó» en el centro, de lo que no quieren hablar porque tampoco lo saben, y José empezó a mostrarse taciturno e incluso enfadado. «Es muy suyo», dice su madre. El trabajo de Loreto y Lorena incluye actividades diseñadas para estimular sus habilidades motoras y cognitivas, además de fomentar su bienestar emocional a través de tareas significativas.
«Es que además está muy deprimido, por las noches le cuesta dormir y a veces se queda mirando por la ventana», cuenta Pepa. Ellos estaban en la planta baja cuando llegó el agua y en cuestión de minutos tuvieron que huir arriba. Lo perdieron todo porque dado que tanto José como Pepa tienen movilidad reducida, hacían vida en el piso a nivel de calle, donde este miércoles por la mañana trabajan los albañiles contratados por el casero para reformar la vivienda. No preguntamos demasiado por aquella tarde: sabemos que fue, como todas, una historia de terror de la que a veces nadie quiere hablar.
Nos despedimos de la familia, que nos insisten tanto en que comamos algo que nos llevamos unos zumos (que a ellos les habían regalado, ya saben, «pobres pero honestos», como dice Pepa). Le habremos caído bien a José, que se ha pegado unos bailes con Lorena, porque nos dice adiós con la mano. Recorremos esta Catarroja que intenta desperezarse con un andador a cuestas. «A veces el trabajo no es constante, como con José o con Wilson. A veces simplemente acudimos, ayudamos, y ya está», explica Lorena. Es el caso de Paco, que necesitaba un andador. Por cierto, antes de irnos de casa de José, su hermano Manuel nos ha dicho que les sobra uno, que no usan, que si Lorena y Loreto lo quieren, se lo dan para otro que lo necesite más.
Pero para Paco ya tienen. «Está bien saberlo para otra vez», dice Loreto. A Paco la cabeza le funciona perfectamente, pero tiene las piernas fastidiadas. «Ha sido muy emotivo», explican ellas, «porque tener un andador le da autonomía: puede salir a comprar, a dar un paseo...». Ambas reclaman mayor coordinación entre administraciones y Loreto pone como ejemplo que en Inglaterra, nadie sale de un hospital sin una visita del terapeuta ocupacional y del trabajador social.
La presidenta del Colegio Oficial de Terapeutas Ocupacionales de la Comunitat Valenciana, Inma Íñiguez, que es también, desde enero de 2024, la presidenta del consejo nacional, destaca el apoyo del resto de colegios regionales, que se han volcado, como todo el mundo, con Valencia. De hecho, este trabajo en la zona cero está enmarcado en el Proyecto Terapeutas Ocupacionales en Acción. «Pero necesitamos que nos integren en el sistema sanitario valenciano», insiste ella.
Quizá así, Loreto, Lorena y sus compañeras no tendrían que haber puesto carteles. Quizá así habrían evitado tener que tirar de otras voluntarias para atención psicológica. Quizá todo podría estar más organizado: Wilson podría hacer pesas, José seguiría yendo al centro, Paco no habría pasado días sin salir por no tener el andador... y, sobre todo, el Poyo podría no haberse desbordado. Pero, ante las ucronías, la realidad: Loreto, Lorena y sus compañeras con chalecos verdes recorriendo los pueblos para trabajar con los más desamparados .
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