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La carretera está recubierta de finas placas de hielo y la nieve acumulada por las máquinas forma barreras blancas y sucias junto a las carreteras. Desde lejos, pasado Forcall, se ve la mole del castillo en lo alto de Todolella, sobre el pueblo, mezcla de palacio y fortaleza. Se construyó en el siglo XIV y se fue perdiendo, sus ruinas se transformaron en corral de pollos y cerdos hasta que una pareja de argentinos llegados de París, una científica de vanguardia y un organista, Livia y Ricardo Miravet, se enamoraron de la ruina y por 450.000 pesetas del año 1966 los compraron e iniciaron su reconstrucción.
Hasta entonces lo más llamativo que había pasado es que una noche, allá por 1320, Francesc de Vinatea mató a puñaladas a su bella esposa, Na Carbona, y a su escudero, Domènc d'Aquis, a los que sorprendió como se suele sorprender a las parejas en estos casos. Pero como la vida sigue, y lo ha hecho, en esa alcoba duerme ahora plácidamente una gata. Ricardo vive ajeno a las tribulaciones del común de los mortales, aunque no es que no le interesen, se trata de un hombre muy culto y bien informado.
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Pero el castillo ayuda a estar lejos de las tribulaciones de la pandemia y el músico, de 91, también ha de tomar precauciones. De golpe, el sol entra por la ventana. Aunque no hace falta, esta parte del castillo (un par de habitaciones, un despacho amplio, una sala con sofás y un salón con un piano de cola, un órgano y un clavicordio) está caldeada de forma generosa. El resto es la nevera que uno imagina al pensar en un castillo con anchos muros de piedra.
Dice Ricardo que ya no ve la tele, las noticias y esas cosas. Que lo dejó a los dos o tres meses de comenzar la crisis sanitaria, harto de tantas horas de muerte repetidas hasta el aburrimiento. Y que lleva un año leyendo obras de George Sand, que como saben se llamaba Amantine Aurore Lucile Dupin de Dudevant y fue notable escritora y periodista romántica, autora prolífica, moderna antes que nadie, avanzada en todo, también en el amor que le unió un tiempo a Alfred de Musset y también a Fréderic Chopin. Y dicen que a muchos otros. El músico del castillo lleva un tiempo alejado del piano. Tampoco acude a Morella cada domingo a tocar el maravilloso órgano barroco de la Arciprestal que él mismo restauró. Ocho años de trabajo, que se dice pronto. Pero ahora no hay ni misas ni energías, la pandemia lo ha cerrado todo y Ricardo ya no está para subir por las empinadas escaleras de madera de la iglesia. Fuera se ven los tejados nevados. Y él, que siempre es generoso, aunque le duelan las articulaciones de los dedos, toma una partitura y en honor a George Sand interpreta un vals compuesto por su famoso amante.
Muy lejos de allí, en otra montaña, en la Sierra Negrete, emerge, casi por sorpresa y tras una curva, la aldea menos poblada de Utiel. En la web del ayuntamiento dice que hay 31 habitantes. Pero tiene sus matices. El miércoles por la mañana allí sólo había un hombre, el galés de 68 años David Jeremy Randle. Al cabo de un rato apareció su pareja, Ángel, un utielano de 68 años que elevó a dos la población.
David ejerció como profesor de inglés, emigró a España hace dos décadas y, ya jubilado y pensionista, recaló en Utiel tras enamorarse de la «paz y tranquilidad de Estenas». Él y su compañero son los únicos que pueblan Estenas todo el año. «El principio de la pandemia lo pasamos los dos aquí solos. Eso sí, aplaudíamos juntos en la plaza, como el resto del mundo en los balcones».
En Estenas, la distancia social la imponen pinadas, olivos, almendros y viñedos. «Aquí no ha habido más brotes que los de las uvas», resume el galés. «Yo me siento seguro y a salvo en este lugar. Mi vida no ha cambiado en lo esencial y el cierre regional o los toques de queda en una aldea no importan demasiado. No le engaño, hay noches que doy una vueltecita por al lado de casa. ¡Es que no hay nadie más!».
Tampoco las restricciones de hostelería, comercio o aforos alteran la vida en un emplazamiento urbano donde «no hay ni una sola tienda o local», describe David. «Yo sólo salgo de aquí dos días a las semana con mi mascarilla para comprar en Utiel comida, pintura y poco más».
Pero ni siquiera vivir en una aldea ha librado a la pareja de la tristeza y el dolor por la pérdida. «Antes de la pandemia era voluntario todas las mañanas en el centro de personas con Alzheimer de Utiel. Con las restricciones no puedo seguir y me apena», valora David. Los ojos de Ángel se empañan al recordar a su madre, fallecida en abril por Covid tras contagiarse en una residencia.
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Una vía pecuaria conduce al Convento de las Carmelitas Descalzas de Puçol, reducto de paz, retiro y recogimiento entre campos de naranjos cuyos muros no ha sobrepasado el virus. Como la pandemia, la orden religiosa está en los cinco continentes y este es uno de sus refugios de servicio y oración en l'Horta Nord.
Allí moran 15 hermanas de una congregación que, pese a seguir de cerca las noticias y orar ante tanto sufrimiento, escapan a cierres perimetrales, toques de queda, persianas bajadas de bares o clausura del ocio nocturno. Eso sí, viven con tristeza la imposibilidad de recibir a familiares, padecen por los suyos y tuvieron que cancelar la Eucaristía ante el riesgo de contagios.
«No nos llame monjas de clausura. No nos gusta esa palabra. Esto no es una cárcel, sino un lugar de libertad y vida contemplativa», nos corrige la hermana Estíbaliz Reino, una alegre bilbaína de 57 años felizmente entregada a la orden desde los 24.
«Gracias a Dios no ha habido ningún contagio aquí entre las hermanas. Sí en otros conventos. Nuestro aislamiento es un privilegio en ese sentido, también por el entorno ameno y espacioso en el que vivimos. Hemos elegido esta vida y el convento es una protección de nuestra convivencia en grupo». Son una familia y, por tanto, conviven sin mascarilla.
En su caso, la distancia social ya va unida a su rutina. Además, las medidas preventivas han aumentado. «Salimos poco y ahora lo evitamos aún más, salvo trámites muy precisos para ir al médico o al notario. Aquí sólo entran a traernos la comida y productos necesarios, para alguna reforma o avería o el médico, si urge. Poco más».
Como describe la religiosa, «nuestra vida dentro del claustro no se ha visto trastocada por la pandemia. Aquí las costumbres internas siguen igual que antes», con jornadas marcadas por trabajos, la liturgia de las horas, con puntuales rezos entre las 7 y las 22.30 horas, o encuentros comunitarios. «Vamos con precaución fuera, pero entre nosotras no han desaparecido los abrazos». Así quedó constatado con el reciente e inevitable apretujón a una hermana por su cumpleaños.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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