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El escritor Julio Llamazares (Vagamián, León; 1955) ) acaba de publicar 'Vagalume', novela que presentó el pasado martes en Valencia. El título, luciérnaga en gallego, sirve como metáfora de luz sobre una historia de suspense en torno al periodismo y la literatura, a los que rinde ... homenaje. Saltan a las páginas el recuerdo, los secretos, el amor, la figura de un maestro -de vida y de oficio- para un narrador que regresa a la ciudad donde se inició como periodista. En un ambiente de melancolía, la memoria -el paso del tiempo- impregna una novela de la que el autor, de visita en la capital del Turia, habla con LAS PROVINCIAS en la terraza de un bar.
-'Vagalume' me parece una novela de actualidad, revisa todo un mundo que se pierde, ¿es un homenaje al periodismo y a la literatura?
-Hay muchos homenajes, a ese periodismo que desaparece y en el que me he criado. Ahora cuando voy a las redacciones, como dice el personaje, parecen la sede de la NASA, están todos ante una pantalla y prácticamente no pisan la calle. 'Vagalume' está lleno de homenajes a escritores de novelas de quiosco, que escribían por la necesidad de alimentar a sus familias. La mayoría eran republicanos represaliados, como el periodista valenciano Miguel Oliveros. Hay un homenaje a los escritores sin suerte, a los autores secretos, a los periodistas de vuelta de todo como el personaje -el que más me gusta- Carracedo, el único que sigue en el periódico de cuando eran jóvenes, de cuando el narrador empezaba en ese diario. Es un homenaje a la literatura y el periodismo de siempre. Ha sido mi vida.
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-En la novela afirma que «los periodistas aprendíamos más en los bares que en las redacciones». ¿España sigue siendo un país de bar, hay que proteger estos espacios como las plazas públicas que son?
-Sí, son parte de nuestra cultura. Siempre he defendido, como una de las armas para luchar contra la famosa España vaciada, que los bares tendrían que estar subvencionados, no sólo no pagar impuestos, porque no dejan de ser lugar de reunión. Las instituciones gastan mucho dinero creando una cosa absurda con un nombre absurdo que son los edificios de usos múltiples para los que destinan una fortuna con un arquitecto de campanillas que construye a mayor gloria suya, que no de los vecinos. Y ya están inventados esos edificios múltiples: son los bares. Sobre todo en los pueblos, es donde la gente socializa. Si cierran la escuela y el bar y cada uno se encierra en su casa, un pueblo se convierte en una especie de colmena con celdillas aisladas. Soy muy defensor de los bares, aunque el exceso produce también una degradación, ya los hay en los que no puedes hablar con el camarero porque cada día lo cambian.
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-Hablando de ese periodismo, ¿hay que homenajearlo porque se está perdiendo?
-Lo estamos perdiendo porque pasa el tiempo. De la literatura no te expulsan, pero del periodismo poco a poco sí porque tiene una parte más profesional. Tampoco hay que dramatizar, el periodismo y la literatura, como todo, está cambiando para bien, para mal o para regular, depende de cómo lo mires. No hay que aferrarse a conceptos del pasado aunque los añores. A mí me gustaban más aquellas redacciones en las que había restos de bocadillos, botellas y donde la gente daba voces. El mundo que cambia. Entre los grandes fenómenos históricos como la rueda, la electricidad y la imprenta, está la informática, que ha cambiado el mundo y el periodismo no iba a ser menos. Incluso la literatura, aunque no le afecte tanto.
-¿La inteligencia artificial se lo va a cargar?
-No lo sé, pero tampoco hay que dramatizar. Desde Homero el teatro ha muerto no sé cuántas veces; la novela ha muerto no sé cuántas veces. A Eduardo Mendoza le he escuchado decir que la novela ha muerto y él no para de publicar: ¡hombre! El teatro, la novela, el libro han muerto, todo ha muerto. Al fin y al cabo todo eso son soportes de la necesidad humana que es la de contar y que nos cuenten y eso nació y morirá con el género humano. Cuando llegó la imprenta seguramente los que defendían el papiro se echaron las manos a la cabeza. Ahora puede que desaparezca el libro como objeto, que no el contenido.
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-En el libro he visto el viaje inverso a 'El camino' de Delibes, el regreso. ¿Qué nos queda a la sociedad de hoy del valor que concedíamos a tener un pueblo al que volver?
-No hay que aferrarse. Hay gente para la que tener un pueblo al que volver puede ser una necesidad, y para otros una desgracia. en este caso es una ciudad pequeña a la que vuelve el narrador que allí veló sus primeras armas en el periodismo. Regresa por el funeral del que fue su maestro en la profesión y en la vida, lo que descubre es que donde fuimos felices luego somos extranjeros. Él ya no es el mismo, ese sentimiento de extranjería produce una enorme melancolía que es la que impregna parte de esta novela.
-La primera frase del libro ya lo anuncia, es como una confesión: «Llegamos a una edad en la que somos supervivientes». ¿Hay una edad determinada, un hecho que lo decide?
-Es una edad indeterminada de la que cada uno va tomando conciencia, depende de cada uno en función de su experiencia vital. Pero a medida que van pasando los años empiezan a faltar tus padres, gente de una generación anterior a la tuya. Empiezas a ver que te convirtes en alguien de otro tiempo que sigue en el presente. Es lo que decía un paisano mío, el poeta Antonio Gamoneda, en el libro 'Arden las pérdidas'. Llega un momento en el que arden las pérdidas.
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