IÑAKI EZKERRA
Sábado, 3 de junio 2017, 21:35
Cien años de soledad' es la obra emblemática de la corriente que se denominó 'realismo mágico' y del propio 'boom' latinoamericano. Y lo es tanto por sus logros como por sus limitaciones. Esa es la gran paradoja. Hay otros autores a los que se les concede idéntica categoría de 'padres' de aquel movimiento literario por novelas muy anteriores a la de Gabriel García Márquez, pero que no han llegado a ser ni tan difundidos ni tan leídos ni tan comprendidos como este y como la novela que le dio la fama internacional. Si 'Cien años de soledad' hubiera tenido la exigencia esteticista de 'El reino de este mundo' de Carpentier, o la dificultad experimental de 'Hombres de maíz' de Miguel Ángel Asturias, o la desoladora tensión del 'Pedro Páramo' de Rulfo, no habría alcanzado ese éxito. Y quizá hay que reconocerle a ese libro del Nobel colombiano una cierta genialidad incluso en dichas carencias o concesiones, porque ellas son las que le permitieron sintonizar rápidamente con el gran público y convertirse en menos de una década en lectura obligada para escolares.
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Digamos que en esas objeciones que se le pueden achacar reside su paradójica grandeza, porque sitúan el texto en un nivel de asequibilidad para el lector medio del que habría carecido de haber sido el autor más exigente con su carga de genialidad, que, por otra parte, resulta innegable. Como resulta innegable su deslumbrante originalidad, la solidez y vitalidad de una propuesta creativa que no se quedaba solo en ella, sino que reflejaba un nuevo espíritu y un modo distinto de escribir, que había ido madurado en toda la América Latina.
Los elogios y las críticas
'Cien años de soledad' es una obra maestra, pero no es un texto complejo que plantee distintos niveles de interpretación. Su lectura es fácil y lineal. La circularidad del tiempo, que es un tópico recurrente de los autores del 'boom', no se plasma mediante un sofisticada artificiosidad estructural como en la 'Casa de campo' de José Donoso, ni mediante un forzamiento maquinal del orden narrativo, como en el 'Viaje a la semilla' de Alejo Carpentier, sino mediante un recurso más simple, llano y accesible al lector como la repetición de Buendías y de actitudes solipsistas. No ofrece dificultades conceptuales ni formales, ni léxicas ni sintácticas, ni intelectuales ni técnicas. No presenta un contenido árido ni desasosegante. Y resulta atractiva tanto por el dulce colorismo del estilo, como de los paisajes que describe o los acontecimientos que narra, contenidamente fantásticos.
Desarrolla, potencia, exagera lo que la realidad latinoamericana pudiera tener de exuberante y de exótica hasta el manierismo. No penetra en las psicologías de los personajes, sino que magnifica y mistifica, hiperboliza y 'mitologiza' los hechos de sus biografías y los rasgos de sus personalidades, sus situaciones, acciones y reacciones estrafalarias. Su onirismo es moderadamente inquietante. El 'realismo mágico' llega a ser, en su caso, una fórmula estilística, un truco repetitivo con el que doma la subversión fantástica; una suerte de 'surrealismo costumbrista'. Y hasta se le podría reprochar que su estructura no es novelesca, sino cercana a una sucesión de relatos aunque todos ellos tengan unos hilos conductores y unificadores. Incluso cuando presenta una realidad dramática -la de la matanza de los obreros de la Compañía Bananera- lo hace sirviéndose del elemento mágico que edulcora el carácter trágico de los hechos. Por un lado, cumple con el 'compromiso político', con la ideología de la denuncia social. Por otro lado, poda esa denuncia a base de un enrarecimiento onírico y un imaginismo cosmético que no esconden pero subliman y atenúan lo sórdido.
De todos los detractores que ha tenido 'Cien años de soledad', que no han sido pocos, el más apasionado ha sido Fernando Vallejo que, además de ser compatriota de García Márquez, participa, como él, de la herencia de Faulkner en lo que toca al peso de la tierra en su narrativa. La habilidad de Vallejo consiste en exagerar las concesiones que ciertamente hay en 'Cien años.' y presentarlas como defectos; o de ponerle peros inclementes al propio inicio del libro que hoy es una referencia de culto, como lo hace en una célebre carta que tituló 'Un siglo de soledad': «¿Muchos años después de qué, Gabito? ¿De la creación del mundo? Si es así, yo diría que tendrías que haberlo dicho. Pero si no es después de la creación del mundo sino 'después de aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo', entonces algo ahí sobra. O te sobra, Gabito, el 'remota' pues ya está en 'muchos años después', o te sobra el 'muchos años después' pues ya está en el 'remota'».
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En contraposición a esa feroz crítica, el mayor piropo que ha recibido 'Cien años de soledad' tiene setecientas páginas y es el ensayo que Mario Vargas Llosa publicó en 1971 con el título 'García Márquez. Historia de un deicidio'. El tono hagiográfico no le impide, sin embargo, al autor de 'La casa verde' poner el dedo en la llaga de la estrategia de alteración y maquillaje de la realidad, que hay en 'Cien años.', cuando sostiene como punto de partida y tesis central de su ensayo «que Macondo nació de la decepción», del desencanto que al escritor colombiano le produjo revisitar en la juventud el municipio de Aracataca, en el que había pasado su infancia, y comprobar que nada era como lo recordaba. A la sensación de que las calles y los edificios habían sufrido un estrechamiento físico se sumaba el deterioro del paso del tiempo. El 'deicidio' sería, por lo tanto, el acto por el que el escritor se habría rebelado contra la realidad, corrigiéndola en su escritura, y contra Dios, suplantándolo mediante esa tarea novelesca de rectificación, de venganza y de 'recreación'. Macondo sería, de ese modo, no solo la desilusión, sino la superación de esta a través de la sublimación literaria.
Desengaños
Hay un conocido poema de Juan Ramón Jiménez que relata una experiencia de desengaño similar a la de García Márquez y que invoca, curiosamente, a la divinidad, como lo hace el ensayo de Vargas Llosa, en relación con esa misma clase de embellecimiento engañoso del mundo que profesa la retina infantil y después la memoria: «Cuando yo era el niñodiós, era Moguer, este pueblo,/ una blanca maravilla; la luz con el tiempo dentro./ Cada casa era palacio y catedral cada templo». A diferencia del proceso que describe Vargas Llosa en García Márquez, el carácter divino en el poema de Juan Ramón Jiménez no residiría en el adulto, que niega la realidad cruda y «se deifica matando al dios», sino en el mismo niño que ya era capaz de transformar esa realidad en un paraíso del cual queda desterrado el hombre maduro: «Recuerdo luego que un día en que volví yo a mi pueblo/ después del primer faltar, me pareció un cementerio./ Las casas no eran palacios ni catedrales los templos,/ y en todas partes reinaba la soledad y el silencio». Lo que en el poeta es exilio, en el narrador es repatriación fantástica, paradoja que invita a la reflexión y que demuestra que, en contra de lo que se cree, la poesía es un género más realista que la novela.
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Lo es, sin duda, si la novela de la que hablamos es 'Cien años de soledad', cuyo tono y cuyo reparto de personajes se halla mucho más cerca de la épica homérica que de la lírica o de la introspección existencialista que ofrece el Onetti de 'La vida breve', por ejemplo, sintonizando en su discurso interior con la novela europea de los Sartre o los Camus, pese a compartir con García Márquez la influencia faulkneriana.
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