Una mañana de noviembre de 1971, el escritor Miguel Oliveros falleció en Madrid, fulminado por un ataque al corazón. Tenía 47 años. Este 2024 se cumple por lo tanto el centenario de su nacimiento en La Coruña, donde apenas vivió tres años. Siendo un bebé, ... acompañó a su familia en el siguiente destino paterno, Melilla, hasta llegar a Valencia siendo aún un adolescente. «Nuestro abuelo era militar», explican las hijas de Miguel, Noemí y Carmen, mientras comparten un aperitivo en el Mercado Colón y ponen a funcionar la moviola familiar. En las vísperas del Día del Libro, tiene todo el sentido que refresquen su memoria para que reviva la formidable epopeya de su padre, cuya prematura muerte impidió que ampliara todavía más la increíble cifra de casi mil novelas escritas, a un homérico ritmo que llegó a alcanzar la aún más asombrosa producción de siete novelas al mes. Novelas de consumo rápido, de grandísima popularidad: cuando la literatura cabía en el bolsillo, aquella gesta protagonizada por Oliveros y demás miembros de la escudería Bruguera en la España en blanco y negro en que vivieron y trabajaron. Una proeza todavía más admirable si tenemos en cuenta que, frente al cliché tan extendido, su obra siempre tuvo un férreo compromiso con la calidad. Que escribieran mucho no significa que escribieran mal. Al revés, bajo el pseudónimo de Keith Luger habitaba un genial novelista.
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A las hermanas Oliveros Suay les falta la presencia paterna desde aquella infausta mañana del otoño madrileño, la ciudad adonde su padre se trasladó para perseverar en su titánica empresa literaria y, sobre todo porque pensaba que desde Valencia le resultaría más difícil cumplir su auténtico sueño: escribir para el cine y el teatro. «En Madrid estaba la industria cultural de España en aquel momento», apuntan sus hijas. Les falta también su madre, Elvira Suay, fallecida en Valencia en el año 2008, y otra hermana, Silvia, que hubiera acudido con gusto a esta cita con la memoria de su padre y desgranado con Noemí y Carmen la catarata de recuerdos que van desgranando: una biografía póstuma de Oliveros, desde el Preu en el Luis Vives a las clases de Derecho en La Nau, su ingreso en un bufete valenciano, sus oposiciones al Ayuntamiento, donde ganó una plaza que le hubiera permitido jubilarse de funcionario si la tentación de una carrera literaria no se hubiera cruzado en su camino. La plaza a la que renunció, para sorpresa de todo el mundo, salvo de su comprensiva esposa. «Ella le dijo que le apoyaría en la decisión que tomara». El puesto de abogado municipal al que nunca volvió: Keith Luger, el novelista, acababa de enterrar al letrado Oliveros.
Lo que sigue es un recuento asombroso de su trayectoria literaria, que se inició por cierto como hoy es también frecuente entre los escritores noveles: se autoeditó. Apoyado en la modesta editorial Batería de Burjassot, la localidad donde la familia tenía sus raíces, Oliveros emprendió su carrera hacia la posteridad, primero en la pequeña editorial Alhambra y por fin en Bruguera y sus draconianos contratos. Sus hijas lo recuerdan tal cual se refleja en las fotos que aportan. Una estampa de galán, con una sonrisa a punto de florecer que avalaba su acusado sentido del humor, y el impenitente cigarrillo en los labios, hábito al que era adicto en cantidades mayúsculas, tan exageradas como la ingesta continua de café. Aquel Oliveros que dictaba de viva voz sus novelas a la fiel Angelines, la secretaria que pasaba a la máquina de escribir las creaciones que habitaban en su fantástica imaginación, con predilección por las novelas del Oeste ('El sheriff desaparecido'), de ciencia ficción ('El planeta de las mujeres araña') o, sus favoritas, las policiacas. «Admiraba mucho a Chandler y Hammet», recalcan sus hijas.Aquella devoción por los maestros del género se aprecia en su estilo, muy adictivo.
Oliveros tenía un sobresaliente talento para armar sus tramas, muy ingeniosas, apoyadas por ese punto irónico que destilaba tanto en su obra como en su vida, y por un rasgo de autoría que habla de él como un enorme escritor: la construcción de diálogos. «Era un gran dialoguista», apunta Noemí. Sus hijas atribuyen ese sello diferencial, que le alejaba del canon de escritor menesteroso propio de quienes ejercían este oficio al modo estajanovista, a su condición de esmerado lector. Las hermanas Oliveros recuerdan a su padre visitando a hurtadillas la librería Bam, ya desaparecida, en cuya trastienda el dueño le proveía de títulos prohibidos por la España franquista, y siempre escribiendo o leyendo. «Le encantaban los clásicos», coinciden. «Lope, Quevedo, Calderón… Decía que si hubiera tenido un hijo le hubiera puesto de nombre Segismundo, como el protagonista de 'La vida es sueño'», sonríen.
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Es ese Oliveros el que prevalece en la conversación durante la cual reconstruyen su personalidad y su peripecia. El Oliveros cinéfilo, que firmó de hecho unos cuantos guiones llevados al cine tanto en España como en México, como el western 'El juez de la soga'. Una vertiente de su obra que permitió a la familia una posición desahogada… a costa de una dedicación casi en régimen de semiesclavitud, porque Bruguera ejercía entre sus autores una suerte de dictadura muy férrea.El contrato cerrado con la editorial, más sus retribuciones provenientes del cine, sí que permitieron a Oliveros y sus descendientes beneficiarse de la generosa derrama de royalties, que ayudaron a la economía familiar cuando falleció el patriarca, ya de vuelta a Valencia. A su piso de la calle Jesús, del que habían salido las hermanas siendo unas niñas, cuando estudiaban en el Domus y correteaban por el barrio, mientras su infatigable padre pergeñaba esas novelas que le dieron una merecida fama popular, ayudado por su mujer, que era más que su bastón anímico o sentimental: «Era su colaboradora, su cómplice», recalcan Noemí y Carmen. Hay un punto de emoción en sus ojos mientras resucita la figura materna en esos momentos de duda creadora, cuando Oliveros encallaba en alguna de sus narraciones y él le llamaba: 'Elvira, me he atascado'. Su esposa salía al rescate y el proceso creador proseguía, según una lógica que también asistía a nuestro héroe en otros momentos de titubeo que sus hijas recuerdan entre sonrisas. «Era muy amigo del forense valenciano Eusebio Molina y cuando tenía algún problema, le llamaba para decirle por ejemplo: 'Tengo que matar a alguien y que no deje rastro. ¿Con qué veneno?'».
Aquellos diálogos tenían desde luego su punto hilarante y un poco irreal, como la atmósfera en general de una vida singular que para las hermanas tal vez nunca lo fue. Ellas convivieron con naturalidad con la imagen de su padre recluido en su cubículo junto a la cocina, entregado a su oficio, auxiliado por su hermano Rafael, que le ayudaba con las portadas gracias a su pericia artística, ignorando ofertas como la sugerencia de la editorial Royal para que dejara Bruguera («Cuando se enteraron de que le querían fichar, le llamaron y le subieron el sueldo», rememoran sus hijas) y superando los obstáculos de la censura. La doble censura: la oficial, que afectaba a toda la estirpe de literatos de aquel tiempo, y la impuesta por la propia editorial, que para evitarse problemas le exigía que sus novelas tuvieran siempre final feliz y que evitara escenas picantes… pero que no evitó una curiosa anécdota: en una de sus obras retrató al grupo de guerrilleros al mando del Che en Sierra Maestra y desde Cuba llegó a la editorial una carta de queja del régimen de Batista, nada menos.
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¿Cómo se enteraron los gobernantes cubanos? Las hermanas Oliveros Suay insisten en que su padre llegó a ser muy conocido en toda América («Llegó a tener colección propia en Bruguera, como Lafuente Estefanía y Silver Kane», dicen en alusión a otras dos cimas de aquella editorial) y enfatizan su condición de trabajador incansable, pertrechado por un aparatoso atlas de Estados Unidos de donde extraía la topografía que diera credibilidad a sus novelas de vaqueros, profundizando en su pasión por la literatura y el cine. Suscriptor de Le Monde y Cahiers du Cinema, que leía en francés, y admirador de la obra de leyendas de la literatura como Anatole France, cuya obra 'El cristo del Océano' adaptó para el pantalla, junto a otros títulos que hoy arrancan una risa común, como aquella 'Chinos… y minifaldas', e incluso otros más recordados.
Por ejemplo, Oliveros solía bromear con que el guión de 'Con la muerte en los talones', el clásico de Hitchcok, era en realidad suyo… Una chanza basada en que presentaba alguna similitud con una de sus creaciones, 'Con la muerte a mi espalda', y que sus hijas recuerdan mientras reiteran la vertiente de su padre como autor de teatro, como aquella otra titulada 'Muy alto, muy rubio, muy muerto', inspirada en una de sus novelas y estrenada en el Alcázar de Madrid, con un reparto de postín. María Asquerino, José Sacristán, Juanjo Menéndez, Mónica Randall… «Mi padre llegó a ganar 15.000 pesetas por novela», observan. Es decir, 90 euros de la época. De la época en que una barra de pan costaba 14 pesetas...Las cuentas salen solas, teniendo en cuenta que como advierten sus hijas «aquellas tiradas de Bruguera eran mayúsculas». Su padre ejerció una profesión bien remunerada, pero muy exigente para todos aquellos escritores que garantizaron que hasta las clases más populares pudieran disfrutar de la buena literatura, la que aseguró con su admirable estilo el llorado Keith Luger. Perdón, Miguel Oliveros Tovar.
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- Por cierto, ¿por qué se puso ese pseudónimo?
- Porque Bruguera les obligaba a que tuvieran nombre en inglés. Y mi padre, que entonces aún trabajaba en el Ayuntamiento de Valencia, colocó un día dos urnas. Una con papeletas con un montón de nombres y otra con apellidos, para que sus compañeros sacaran una de cada urna. Y salió Keith y luego Luger.
Y salió de aquella travesura el escritor valenciano más prolífico de la historia. El de las 915 novelas.
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