A Francisco Brines, el flamante premio Cervantes de 2020, el primer valenciano que logra el galardón y al que los Reyes le entregaron en su casa de Oliva el máximo reconocimiento de las Letras hispanas, no sólo hay que reivindicarlo como un ... poeta esencial en la historia reciente de la literatura. También hay que leerlo. Porque, y como coinciden los expertos, aunque no tiene una extensa producción literaria sí posee una obra marcada por la genialidad de unos versos que ya son imprescindibles.
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Por ello, LAS PROVINCIAS pidió a nueve autores de la Comunitat, nueve maestros también de los versos, que eligieran y recitaran un poema de Brines. La selección, que se reproduce en formato audio a continuación, junto a la obra escogida, discurre por toda la trayectoria de un autor que recibió de manos de los Reyes el prestigioso reconocimiento que le encumbra, además, como el primer Cervantes nacido en la Comunitat.
Pero para honrar a Brines hay que hacerlo a sus palabras. Por ello, autores como Rafael Soler se han remontado a su primer poemario, 'Las brasas', que le valió el premio Adonais en 1960, para seleccionar 'Está en penumbra el cuarto'. Dos poetas han puesto su mirada en el libro 'Aún no', de 1971, para escoger sendos textos. El joven poeta Emilio Martín Vargas y la escritora Xelo Candel se han decantado por 'Cuando yo aún soy la vida' y 'Alocución pagana', respectivamente.
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A otros volúmenes imprescindibles en la obra de Brines como 'El otoño de las rosas' o 'La última costa' se han trasladado autores como Bibiana Collado, quien ha elegido 'Collige, virgo, rosas'; o José Saborit, que se ha decantado por 'La despedida de la luz'. Ricard Bellveser selecciona 'Los actos' y Vicente Gallego se queda con 'El vaso quebrado'. Lola Mascarell, por su parte, escoge 'Aquel verano de juventud' mientras que la poeta y directora de la Fundación Francisco Brines, Àngels Gregori, ha seleccionado 'Reencuentro', que formará parte del libro inédito 'Donde muere la muerte'.
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¿Y qué es lo que quedó de aquel viejo verano
en las costas de Grecia?
¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?
Si pudiera elegir de todo lo vivido
algún lugar, y el tiempo que lo ata,
su milagrosa compañía me arrastra allí,
en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida.
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Perdura la experiencia, como un cuarto cerrado de la infancia;
no queda ya el recuerdo de días sucesivos
en esta sucesión mediocre de los años.
Hoy vivo esta carencia,
y apuro del engaño algún rescate
que me permita aún mirar el mundo
con amor necesario;
y así saberme digno del sueño de la vida.
De cuanto fue ventura, de aquel sitio de dicha,
saqueo avaramente
siempre una misma imagen:
sus cabellos movidos por el aire,
y la mirada fija dentro del mar.
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Tan sólo ese momento indiferente.
Sellada en él, la vida.
Estás ya con quien quieres. Ríete y goza. Ama.
Y enciéndete en la noche que ahora empieza,
y entre tantos amigos (y conmigo)
abre los grandes ojos a la vida
con la avidez preciosa de tus años.
La noche, larga, ha de acabar al alba,
y vendrán escuadrones de espías con la luz,
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se borrarán los astros, y también el recuerdo,
y la alegría acabará en su nada.
Mas, aunque así suceda, enciéndete en la noche,
pues detrás del olvido puede que ella renazca,
y la recobres pura, y aumentada en belleza,
si en ella, por azar, que ya será elección,
sellas la vida en lo mejor que tuvo,
cuando la noche humana se acabe ya del todo,
y venga esa otra luz, rencorosa y extraña,
que antes que tú conozcas, yo ya habré conocido.
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Rubores, rostros, movimientos, cuerpos,
la línea transparente que desune
la piel y el aire; los sedientos humos
que aniquilan los labios, las mejillas,
y en donde el uso se consume en fuegos:
los negros resplandores, la mirada;
el tacto abrasador, de tan voraz
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helado; la tramoya deshonesta,
feliz; y el bienestar de la ceniza.
Cuantas veces el acto se ha cumplido
hizo bello el vivir, y emocionante
saberlo en el olvido; porque es niebla
siempre lo que perdemos, sucesión
de fantasmas los seres y los días.
Mas sin carne, la luz no hubiera sido;
sin deseo, la vida fría noche.
¿Es que, acaso, estimáis que por creer
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en la inmortalidad,
os tendrá que ser dada?
Es obra de la fe, del egoísmo
o la desolación.
Y si existe, no importa no haber creído en ella:
respuestas ignorantes son todas las humanas
si a la muerte interroga.
Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses,
o grandes monumentos funerarios,
las cálidas plegarias, vuestra esperanza ciega.
O aceptad el vacío que vendrá,
en donde ni siquiera soplará un viento estéril.
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Lo que habrá de venir será de todos,
pues no hay merecimiento en el nacer
y nada justifica nuestra muerte.
He bajado del coche
y el olor de azahar, que tenía olvidado,
me invade suave, denso.
He regresado a Elca
y corro,
no sé en qué año estoy
y han salido mis padres de la casa
con los brazos abiertos,
me besan,
les sonrío,
me miran
—y están muertos—,
y de nuevo les beso.
Hay veces en que el alma
se quiebra como un vaso,
y antes de que se rompa
y muera (porque las cosas mueren
también), llénalo de agua
y bebe,
quiero decir que dejes
las palabras gastadas, bien lavadas,
en el fondo quebrado
de tu alma,
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y, que si pueden, canten.
Vente, luz, a mis ojos,
descansa tu fatiga
en ellos, tan cansados,
alíviame, y acábate
en el amor del hombre.
Antes que se dilate
la sombra de la noche
en que habrás de morir
y yo morirme,
álzame tu pañuelo
que, tras de las montañas,
es un fuego de rosas,
y dime que la vida
fue un día fiel, y largo,
que supo de mi amor,
y amaré este cansancio.
La vida me rodea, como en aquellos años
ya perdidos, con el mismo esplendor
de un mundo eterno. La rosa cuchillada
de la mar, las derribadas luces
de los huertos, fragor de las palomas
en el aire, la vida en torno a mí,
cuando yo aún soy la vida.
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Con el mismo esplendor, y envejecidos ojos,
y un amor fatigado.
¿Cuál será la esperanza? Vivir aún;
y amar, mientras se agota el corazón,
un mundo fiel, aunque perecedero.
Amar el sueño roto de la vida
y, aunque no pudo ser, no maldecir
aquel antiguo engaño de lo eterno.
Y el pecho se consuela, porque sabe
que el mundo pudo ser una bella verdad.
Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido
la inclinación del sol, las luces rojas
que en el cristal cambian el huerto, y alguien
que es un bulto de sombra está sentado.
Sobre la mesa los cartones muestran
retratos de ciudad, mojados bosques
de helechos, infinitas playas, rotas
columnas: cuántas cosas, como un puerto,
le estremecieron de muchacho. Antes
se tendía en la alfombra largo tiempo,
y conquistaba la aventura. Nada
queda de aquel fervor, y en el presente
no vive la esperanza. Va pasando
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con lentitud las hojas. Este rito
de desmontar el tiempo cada día
le da sabia mirada, la costumbre
de señalar personas conocidas
para que le acompañen. y retornan
aquellas viejas vidas, los amigos
más jóvenes y amados, cierta muerta
mujer, y los parientes. No repite
los hechos como fueron, de otro modo
los piensa, más felices, y el paisaje
se puebla de una historia casi nueva
(y es doloroso ver que aún con engaño,
hay un mismo final de desaliento).
Recuerda una ciudad, de altas paredes,
donde millones de hombres viven juntos,
desconocidos, solitarios; sabe
que una mirada allí es como un beso.
Mas él ama una isla, la repasa
cada noche al dormir, y en ella sueña
mucho, sus fatigados miembros ceden
fuerte dolor cuando apaga los ojos.
Un día partirá del viejo pueblo
y en un extraño buque, sin pensar,
navegará. Sin emoción la casa
se abandona, ya los rincones húmedos
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con la flor de verdín, mustias las vides,
los libros amarillos. Nunca nadie
sabrá cuándo murió, la cerradura
se irá cubriendo de un lejano polvo.
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