Relato de Elisa Ferrer: Muerta en vida

Otoño literario ·

Ella se acercó para tocarla pero su madre la sacó del salón agarrándola al vuelo y la mandó para casa

ELISA FERRER

Sábado, 16 de octubre 2021

La noche que le dijeron que tía Lita había fallecido, entendió que fallecer era algo que ocurría después de que se muriera una. Ver a su tía abuela, menuda y gris, estirada dentro de una caja que le recordaba al armario del cuarto trastero, no la sorprendió lo más mínimo, más bien confirmó lo que ya sabía: que tía Lita estaba muerta desde siempre, al menos, desde que ella la recordaba.

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«Lita, la pobre, da pena verla, muerta en vida», escuchaba cada dos por tres en la cocina mientras mojaba las magdalenas en la leche blanca sin siquiera una cucharadita de azúcar (así de constreñida la tenían en su infancia), o mientras aprovechaba que nadie la veía para birlar las monedas que su padre dejaba sobre la mesa cuando volvía de comprar el pan, «¡muerta en vida!».

Cuando preguntaron en el patio del colegio si alguien había visto un muerto, formó un corrillo a su alrededor al describir, sin escatimar detalle, cómo su tía permanecía tiesa en la mecedora, los ojos, desprovistos de párpados, fijos en la mesa camilla, aunque la tele brillara con concursos escandalosos, «y con la nariz más seca que la fuente del parquecito», y al decirlo, escupió saliva sin querer (le pasaba cuando afirmaba con vehemencia), pero es que no era para menos, ella misma puso la mano debajo de las fosas nasales y ahí no corría aire ninguno.

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Una de esas tardes en las que su madre y su abuela le dejaban horas libres a la Petra, una chica grandota con el uniforme blanco teñido de manchurrones, que cantaba canciones de Luis Miguel mientras le daba a Lita el puré a cucharadas y parecía que iba a romperle los dientes, aprovechó que estaba sola con su tía para desabrocharle la pulsera de plata (la que tenía tropecientos años y había sido de la tatarabuela o más, la que cambió por un bollycao en el recreo porque se puso negra en dos telediarios), y guardarla en el bolsillo sin disimulo, convencida como estaba de que Lita ya no vivía.

La Petra dejó el trabajo dos meses después, se iba a casar, contó, y le ponían un piso enorme que le iba a dar mucha faena, que a saber por qué presumía, si no iba a hacer más que limpiar, así que fueron a casa de tía Lita para cuidarla. Mientras su abuela y su madre trajinaban en la cocina y preparaban la manzanilla con la que luego apenas le mojaban los labios, aprovechó el rato con Lita para pellizcarle los brazos con inquina. La mujer ni se inmutó, claro. Se atrevió también a taparle la nariz durante unos segundos y la reacción fue la misma, ninguna. Animada como estaba por descubrir los entresijos de la muerte de manera empírica y proclamarlos en su minuto de gloria en el recreo, le tapó la nariz durante los anuncios, que fueron largos y soporíferos, con mucho detergente.

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Un rato después, cuando su abuela fue a darle la manzanilla a Lita, casi la derrama, «¡Esta está más tiesa que el jamón que nos cuela el Constantino!». Ella se acercó para tocarla (información de primera mano para sus crónicas), pero su madre la sacó del salón agarrándola al vuelo y la mandó para casa.

Fue esa noche cuando le dieron la noticia y entendió que morirse no bastaba, que era necesario fallecer para que la dejaran a una irse de este mundo de una puñetera vez.

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