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Dentro de dos días se cumplirá el centenario de Marlon Brando (Nebraska, Estados Unidos, 3 de abril de 1924-Los Ángeles, 1 de julio de 2004), una de las mayores figuras de la historia del cine. En su libro 'Las estrellas de Hollywood' (T& ... B Editores), el historiador y director Peter Bogdanovich traza un penetrante retrato del célebre actor, cuya trayectoria está repleta de éxitos, pero en la que no escasean los patinazos comerciales y críticos.
«Cuando Marlon murió en el verano de 2004, fue un jarro de agua fría para el mundo, aunque con su exagerado sobrepeso durante las dos últimas décadas resultaba sorprendente que hubiera llegado a los ochenta años», cuenta Bogdanovich. «La pérdida era considerable: la portada del 'New York Times' fue el inicio de una cobertura nacional de su muerte; en el titular se hablaba de Brando como 'un gigante de la pantalla de electrizante intensidad'. Las referencias a su legado profesional no habrían sido muy distintas si su muerte hubiera tenido lugar veinticinco años antes».
Encarnó a Napoleón en la mediocre 'Desirée' (Henry Koster, 1954; Brando se avergonzaba de haber hecho ese papel). Fue un inverosímil Emiliano Zapata en '¡Viva Zapata!' (Elia Kazan, 1952). En 'Julio César' (Joseph L. Mankiewicz, 1953) asumió con dignidad el personaje de Marco Antonio. A Marlon Brando le gustaba ser 'otros', sin dejar de ser él mismo.
No todos compartimos el criterio de que Marlon Brando fue siempre 'un gran actor'. Su evidente narcisismo estropeaba a menudo la virtuosa precisión técnica de sus trabajos, alejados de la naturalidad de James Stewart, Henry Fonda, Gary Cooper, Cary Grant o Gregory Peck, por citar intérpretes que nunca recurrieron a pelucas, apliques o abusivos maquillajes.
En 1973, Marlon Brando ganó el Oscar al mejor actor por 'El Padrino' (Francis Ford Coppola, 1972). Tenía entonces 48 años y se esforzó para conseguir que Vito Corleone, su sexagenario personaje de ficción, pareciera un temible bulldog, improvisando una prótesis con el objetivo de lograr una abultada y amenazadora mandíbula. Los Oscar siempre han sido muy sensibles a esas retorcidas caracterizaciones.
El mejor Marlon Brando no es el pomposo Vito Corleone del gran film de Coppola, sino el brutal Kowalski de 'Un tranvía llamado deseo' (1951) o el estibador de 'La ley del silencio' (1954), dos magníficas películas dirigidas por Elia Kazan. También estuvo bien en 'Queimada'(Gillo Pontecorvo, 1969), en el personaje de un agente inglés enviado a Queimada, isla imaginaria del Caribe, para fomentar una revuelta contra los portugueses. Con 'El último tango en París' (Bernardo Bertolucci, 1972) volvemos a encontrarnos con un soberbio Brando en el personaje de un hombre de mediana edad, recién enviudado y propietario de un hotel: 'La historia de un náufrago en el asfalto parisiense' (Ángel Fernández Santos). 'Apocalipse Now' (Francis Ford Coppola, 1979), en un papel secundario pero decisivo, fue la última gran película de Brando. Apenas tiene interés todo lo que hizo después.
Recordé a Brando en su centenario volviendo a ver la única película que dirigió, 'El rostro impenetrable', bello y extraño western estrenado en 1960. La crítica consideró que se trataba de una nueva muestra del narcisismo de Brando. Con el paso del tiempo, 'El rostro impenetrable' se ha convertido en un film de culto.
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