El momento de la tarde lo firmó Román en su primero. Había reunido una faena en dos partes. Con buenos modos en su arranque, en unos doblones mandones y templados y series de trazo largo y buen pulso sobre ambas manos y una segunda parte ... a pie de la solanera, allí donde el toro había huido, basada en lo que diríamos efectos especiales, molinetes y demás recursos, en realidad nada de mucha significación torera hasta que montó la espada y él, tan desigual en esa suerte, se perfilo en corto, se volcó sobre el toro y cobró la que puede ser la estocada de la feria. Dieciocho segundos de vida cronometraron de ahí al desenlace final. Dieciocho segundos que son un suspiro tardó aquella mole bovina en rodar patas arriba a los pies de Román que levantaba los brazos al cielo como debían hacer los gladiadores triunfantes. Y ahí sí que se puso la plaza enloquecida y entregada al torero. Por fin diría. Sacaron los pañuelos, se olvidaron de los cánticos y pidieron premios con tal fuerza que el presidente no tuvo más opción que concederle la oreja a Román, no hay que olvidar que de siempre una gran estocada por si sola valía una oreja, que a la postre sería el único trofeo de la tarde.
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Sucedió en Pamplona, por si no lo había dicho, que es para los toreros puerto de primera categoría y por ende nada fácil de superar. Por el toro, que vaya toros acaban saliendo (por lo menos cuando los toreros no pueden decir esta boca es mía y todo tiene una medida, que no era el caso de hoy) también por la dispersión del público que nunca se sabe cómo va a comportarse, si con indiferencia o con desmesurado entusiasmo: media plaza a la suya con la merienda, los cánticos con repertorio fijo años tras año (poco cambia) el himno de Eurovisión, el Rey, la Chica Yeye, el Viva España, sí, sí, el Viva España acogido allí con la obligada división de opiniones, en cualquier caso un hito que algunos cantan con especial entusiasmo ¡Y viiiiva España! alargando mucho la i; y la otra media plaza circunspecta, marcando distancias con el desmadre.
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Es la Pamplona de siempre, que ya no sorprende y todo lo acaba compensado con generosidad y buenos honorarios. Ayer mismo se siguió el guion al pie de la letra, una corrida de Cebada Gago, fuerte, astifina desde la misma cepa, poco franca, larga en arrobas y corta en clase. Los dos mejores salieron por delante y sin ser un dechado de virtudes tuvieron toreabilidad. Para despacharlos se anunciaban tres espadas cargados de buenas intenciones que tuvieron que torear a los toros, engatusar a la solanera y asegurarse el billete de vuelta para los próximos sanfermines.
Román salvó el compromiso con entereza. No era tarea fácil, nunca lo es en esta plaza, pero en este caso, a todo lo anterior había que añadir que era su reaparición en corrida de toros tras el tremendo percance que sufrió en Vic Fecensac. Su segundo no le dio opciones y aun así lo intentó. En conjunto estuvo bien, arrestoso aunque como él mismo explicó en uno de sus proverbiales arranques de sinceridad ante los micrófonos de la tele, puede dar más de sí. Lo que equivale a decir que es mejor torero de lo que se vio estos sanfermines, donde volvía porque se lo había ganado años anteriores. Que eso sí lo tiene Pamplona, el que triunfa vuelve, premio a la meritocracia que en los tiempos que corren no es moneda de curso real.
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De sus compañeros de cartel cabe destacar la decisión del francés Juan Leal, más valiente que clarividente, que hubiese podido cortar la oreja de su primero si lo hubiese matado como mató a su segundo que no le dio opciones, como tampoco se las dio el que mató por el mejicano Isaac Fonseca, a quien una reaparición prematura le jugó una mala pasada al entrar a matar a su primero. Todavía convaleciente de esa misma lesión se dislocó el codo y tuvo que retirarse a la enfermería.
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