![Relato de David Burguera: 'Saltar a la pista'](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202110/22/media/cortadas/115331417_m-kpcF-U150919499206NmH-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
![Relato de David Burguera: 'Saltar a la pista'](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202110/22/media/cortadas/115331417_m-kpcF-U150919499206NmH-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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Un paso. La cuerda tiembla. Un niño allá abajo. Se parece a Rubén. Otro paso. Finjo una caída que evito en el último momento. El niño abre los ojos como un dos de oros. Rubén. Estoy a siete metros y medio de altura. Sin red. ... La música se detiene. Alguien grita. Recupero la posición sobre la cuerda. Aplausos.
El señor Astolfi sonríe aliviado. Dice que nací para esto, una súperdotada, pero aún le sorprende. Se nota que no tuvo hijos, una vida de esas que llaman normal, aburrida, sin emociones. Rubén. Mi hijo. Mis hijos. No los veo desde hace tiempo. Siete años, quizá seis. Saludo. Cierro los ojos.
Teníamos entradas para el circo, pero Sergio se los llevó a casa de mis suegros a celebrar un cumpleaños. Ya les habíamos dicho que nos divorciaríamos. No quise ir donde mis suegros y discutí con Sergio, y con Marcos, y con Rubén. La mala, yo. Llevaba meses saliendo a pasear para no estar en casa. 19.730 pasos de media diaria. Aquel día volví a hacerlo. Así llegué al solar donde estaba el circo. Tenía las entradas en la cartera. Ocupé una de nuestras cuatro butacas vacías. Cavilaba si dormir en casa de mi madre o en la de mi amiga Jana cuando salieron los Giuliani.
Sonaron trompetas. Hicieron un poco el payaso. Apagaron las luces y se encendió un foco. Me apuntó. Claudio Giuliani se acercó, me agarró la mano y me arrastró a la pista. La gente comenzó a reírse. Se tiraron tartas a mi alrededor y cuando me lanzaron pelotas las cogí al vuelo. Me jalearon con aspavientos. Pidieron aplausos al público. Risas. «Que se te caen, nena», gritó alguien. Comencé a hacer malabares. Claudio me lanzó otra pelota más, y otra, y luego otra. Diez en el aire. Las pelotas no caían. Claudio se puso de rodillas casi debajo mío, gesticulando, esperando un fallo. Hice como que le daba una patada y él rodó hacia atrás. Más risas. Claudio le soltó a Astolfi (entonces no sabía que es el dueño),: «Llama a Boris». Y vino el lanzador de cuchillos, que me usó como diana. Uno de los cuchillos me rozó. Sangré. No me quejé. La gente pidió más. Subí a un rulo con las Hermanas Solano. Me lanzaron desde un trapecio y el Mago Rudolf me clavó una espada... Cuando acabó la función Astolfi me preguntó si era del mundillo. Dije sí. Claro que lo soy. Me quedé con ellos a probar. Luego nos fuimos de la ciudad. Lejos. Siete años, o seis.
¿Malabares? Cuidar niños sin desprenderse del móvil, atender urgencias laborales que no entienden de revisiones pediátricas, de entregas de medallas tras un torneo infantil, de cenas, las dichosas cenas antes de las diez. ¿Cuchillos? Los reproches en un despacho por los contratos pendientes, esos clientes robados, un ascenso en juego, los reproches de Sergio, los míos. ¿Vertigo? Una hipoteca de calendario infinito. Disfrutar del verano en ese mundo tan diferente al que soñé de niña, eso sí era magia de la buena. Caminar por una cuerda floja larga como una década y media. Años de funambulismo. Pertenecía al mundillo del circo sin saberlo, desde hacía tanto tiempo.
La música. Vuelve a sonar. Abro los ojos. Me deslizo por el mástil. Saludo. Aplauden. Termina la función.
La vida nos depara cosas inimaginables. A veces, fantásticas; otras, terribles. Nadie se siente preparado para saltar a la pista.
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