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El relato de David Burguera: 'Terapia 2.0'

El relato de David Burguera: 'Terapia 2.0'

otoño literario ·

Obligaba a sus pacientes a martillear el teléfono, olvidarlo en un teleférico, perderlo en una tienda de golosinas

Burguera .

Valencia

Viernes, 26 de noviembre 2021

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Héctor Rodríguez pasó de recetar a operar. En términos de medicina física es una transición completada hace 5.000 años, pero en la medicina mental es una puerta que abrió Héctor Rodríguez, psicólogo. Y se forró. Durante años invisibles, transitó entre los traumas prolongados de pacientes sin plazos, o las angustias puntuales de clientes ocasionales, esas ansiedades destiladas en problemas mundanos: divorcios, murió un familiar, cambiaron de trabajo y se quedaron a mitad del postre, no lograban adaptarse tras venir de otros lugares... Y al final de todos los caminos, la mudanza. Casas llenas de pasado que había que vaciar; casas vacías que no se llenaban nunca... pendientes, esperando.

Héctor Rodríguez contrató a compañeros de la carrera desempleados, a estudiantes de Psicología y reclutó a peluqueros, porque para lograr un buen corte de pelo hay que escuchar, observar cómo un cliente se atusa el cabello, y saber que musitar «sólo las puntas» a veces encierra el miedo a un cambio radical. Seres empáticos. Que sí, cargaban mesas y enormes armarios, desmontaban una cama, sí. Pero también acompañaban para empaquetar cuatro cajas porque el traslado era al otro lado de la calle, puerta con puerta. Su valor diferencial era el trillado: inventaban chistes simpáticos sobre un paragüero sin gracia; dejaban solo al cliente en la habitación si, de repente, se quedaba congelado rescatando unas fotos; localizaban las tazas de la infancia olvidadas en un estante; y sobre todo se desprendían sin dolor de esas cosas que a veces cargamos con dolor. Depuraban el pasado. Esa era la primera fase. Posteriormente, ya en la nueva estancia, descubrían rincones encantadores, ventajas indiscutibles de la ubicación, esa luz aparecida con el cambio de orientación, el ruido del colegio tan similar al de los pajaritos... Y para terminar, ofrecía un Servicio de Arrepentimiento. Guardaba discretamente durante meses esos objetos que la ira o el desencanto condenaron inicialmente a la basura, pero el cuerpo luego reclamaba.

Para agrandar su éxito, ejecutó ese mismo método de implicación en otras trabas concretas del día a día de sus pacientes. Como la aplicación en el móvil para los que no querían comer solos. Por el silencio de la ensalada rápida o la grisura de la tartera repleta de pasta con atún; por las miradas piadosas de los camareros; por la sensación de ser una baldosa floja, la pieza perdida del puzzle de mil fichas; por la elección de mesas minúsculas, junto a la cocina o los servicios, para no contaminar de soledad al resto de los comensales... Ideó una herramienta digital con reglas sencillas: quedar para comer sin obligación de hablar, en restaurantes o en un parque, en centros comerciales... Arrasó. En la aplicación se anunciaban locales de todo tipo, empresas de alimentación, incluso otras aplicaciones, de solteros, de vida sana, de mudanzas...

Y ahora profundizaba en una nueva terapia: deshacerse del móvil. Obligaba a sus pacientes a martillear el teléfono, olvidarlo en un teleférico, perderlo en una tienda de golosinas, sumergirlo en el agua de las fuentes urbanas... Había que superar la fase inicial de gran preocupación, el miedo a lo que se quedó en el aparato, la introspección forzada ante la ausencia de mensajes... y luego llegaba la liberación de las antiguas fotos, de sus viejas vidas, de tantos contactos innecesarios, de conversaciones dolorosas revisadas una y otra vez. Y así fue, en definitiva, como Héctor Rodríguez se hizo rico.

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