Una fachada inolvidable. Cedazos, capazos de goma, escobas, cubos de zinc, regaderas, picos, palas, carneras, calderos (que no paelleras)... Todo bajo el rótulo que pregonaba la ferretería especializada en telas metálicas Hija de Blas Luna, nombre también pintado en lo alto de ese edificio ... a cuyo bajo se accedía por una puerta verde en la emblemática plaza del Doctor Collado. Una tienda, que pegada ni más ni menos que a la Lonja, ha escrito buena parte de la historia de Valencia y de los pueblos de su provincia, como también de otras regiones de España. El establecimiento cerró sus puertas para siempre en 2020 -en vísperas de la pandemia- después de más de 150 años de vida.
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Hija de Blas Luna fue testigo de las grandes transformaciones urbanas y culturales de la capital. Del Plan Sur, como de la travesía social del campo a la ciudad puede hablar en primera persona el emblemático establecimiento, que en sus últimos 35 años regentó José Luis Castro. La ferretería de Doctor Collado -que todavía hoy luce sus rótulos- sirvió los «vibrotamices para cribar las gravas y arenas que se utilizaron en las obras del Plan Sur», actuación que supuso el cambio del curso del Turia después de la riada de 1957 desencadenando el proceso que transformó para siempre la fisonomía de la ciudad.
Y quedaba más por ver para confirmar que la tienda que se presentaba con aquella inolvidable guirnalda de cedazos tuvo un papel nada desdeñable en el relato urbano y social de Valencia: «Al Ayuntamiento en su día le vendimos la tela metálica para vallar la fuente de la plaza para las mascletàs; después, las primeras jaulas también para la mascletà. Y cuando se celebró la cordà de Paterna en el cauce del río, servimos las telas para la jaula», relata José Luis Castro.
El negocio, que siempre fue ferretería, empezó «con Blas Luna y un socio. Al principio se llamaba La Primitiva. Luego fue Blas Luna y cuando murió pasó a ser Hija de Blas Luna». José Luis Castro, un asturiano que trabajó en el negocio desde bien joven, cuando la hija del fundador se jubiló decidió quedarse la tienda y apostó por mantener «ese nombre» porque estaba seguro de que le concedía personalidad. Y no sólo eso, Castro tuvo el acierto de mantener hasta el último día la estética del comercio. «Desde el principio pensé que no había que quitarlo aunque nos llamaran antiguos. Debíamos tenerlo así, mantener la esencia de la tienda». Y así fue.
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Hija de Blas Luna despuntaba, brillaba con luz propia ya en el siglo XXI convertida en una especie de isla comercial en un entorno rodeado de comercios que poco a poco fueron apagando sus luces a medida que el turismo urbano conquistaba el espacio. «En los orígenes los clientes fundamentales era gente del campo. Los viernes todos se acercaban a la Lonja y pasaban por la tienda», apunta José Luis.
Durante mucho tiempo fue el destino de quienes buscaban azadas, picos, palas, cedazos, capazos, ratoneras, básculas «de dos platos para pesar la naranja o las de plataforma para sacos», pesas de hierro fundido que no sólo sumaban kilos, también arrobas valencianas. El establecimiento de Doctor Collado ejercía como una especie de bazar del campo para atender la demanda de útiles para la Valencia naranjera, pero sin dejar huérfanas las tierras arroceras ni el paisaje de la chufa.
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«Para los arroceros teníamos telas metálicas moleta con las que se blanqueaba rel arroz, el proceso que le concede el perlado, y también unas chapas especiales para cribar el grano y separarlo de la cáscara», explica Castro, quien añade que los productores de chufa «se llevaban tamices para hacer la horchata. Los hacíamos nosotros hasta que llegó el acero inoxidable». Había más. En Hija de Blas Luna preparaban «unos tamices especiales para tirar el cacahuete 'a racó', para aventarlo». Y no faltaban los pedidos que de parte de los productores de lentejas llegaban de otras tierras de España.
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Allí vendían mochilas de pulverizar, «la Matabi (matabichos), era la mejor. La hacían en Guipúzcoa, y en Burjassot tenían delegación», puntualiza el ferretero. «Luego vino la Marujín». Vendían 'cogehigos' de metal, de los que imitaban a los tradicionales realizados con una caña y una piedra, y que según en qué tierras de la Comunitat se conocen como «'cop', filosa o 'pàmpol' en el caso de Castellón».
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Las telas metálicas, finas y gruesas, eran «nuestra especialidad». Eran para las apuntadas labores agrícolas, pero también «para filtrajes de laboratorios químicos, de farmacia y medicina», aclara. Más allá del campo, también en el terrritorio de la industria ocupaba un espacio Hija de Blas Luna: «Le vendíamos telas metálicas a Altos Hornos. Y a Ford, cuando se instaló en Almussafes filtrajes de gasolina. A Porcelanosa le servíamos filtros para las arcillas», señala Castro.
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Agricultura, industria, campo y ciudad. Un retrato de la sociedad valenciana que se reveló desde los mostradores de la tienda de los cedazos donde se cosechó un público variado en el que también cupieron artistas como «Àlex Alemany o Miquel Navarro. A Alemany le hice una pieza como un abrelatas antiguo, aquellos de la llave, para poder enrollar los tubos de pintura y aprovechar todo el producto», explica el ferretero.
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Poco a poco los turistas fueron llegando a la zona y también José Luis Castro ofreció respuesta a sus preferencias. «Entraban continuamente y no compraban nada. Veían todo, hacían alguna foto y se iban. Opté por poner la hucha que nos traía la falla para recoger fondos para la Cruz Roja con un cartel que decía: Fotos, voluntad para la Cruz Roja». Además, «fuimos añadiendo algo de menaje como teteras, y otros objetos enfocados a los turistas. Siempre cosas con encanto, buscando un estilo antiguo pero que fuera útil», tanto como los calderos para la paella o los 'perols del all i pebre'.
Siempre con la mirada centrada en mantener un estilo diferenciador que en sus primeros tiempos pisó suelo de baldosas hidráulicas blancas y negras para después dar paso a un «terrazo resistente» como soporte de las estanterías de hierro que sustituyeron a las originales de madera. En Hija de Blas Luna se «daba importancia a la estética, a mantener lo antiguo, a que la tienda fuera diferente. En Valencia capital al menos éramos los únicos», asevera Castro.
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El testimonio del ferretero deja claro que vivió con pasión el oficio en aquella casa comercial de la que se jubiló con 64 años cuando vio «el panorama que se quedaba en el centro y pensé que nos hacían quebrar a todos. La peatonalización y la falta de autobús dificulta la entrada. Nos ahogaba». Salió del trabajo «con pena» porque considera que cuando se cierra una tienda como esta desaparece una vida, y en este caso muchas vidas. Es como borrar un trozo de historia.
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