Decía mi madre que desde que existía el teléfono móvil habíamos dejado de tener teléfono. Una afirmación paradójica que invitaba a pensar. Antes, cuando marcabas un número, siempre había respuesta al otro lado, si no de quien buscabas, sí de alguien que podría dejar recado ... o que incluso ofrecía horario para localizar al interlocutor deseado. De no ser así, tenías la certeza de que no estaban en casa, donde más tarde podrías volver a llamar.
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Aquella era una generación, la de ahora, claro, es distinta. Marcas el número de un móvil y hablas desde dondequiera que te encuentres. Pero, en más de una ocasión te encuentras con una voz desconocida, mecánica y sin alma que responde para contarte que a quien buscas no está disponible, sin más explicaciones. Eso cuando no eres tú quien responde a un ring para tropezar con respuestas a todo lo que no preguntas en una pretendida conversación en la que no puedes meter baza, de manera que acabado un supuesto diálogo queda sin despejar la incógnita que cubre las que son tus auténticas dudas.
En todo ello pensé el pasado 19 de diciembre cuando en un paseo por la calle Colón descubrí que una grúa arrancaba de la acera una cabina telefónica, posiblemente la última de tan emblemático emplazamiento urbano. ¿Me encontraba ante el fin de una era? La ley General de Telecomunicaciones lo había anunciado. Se sabía que el año que se despide era el último de sus vidas tras una larga convivencia con los ciudadanos, ni más ni menos que desde 1928. Ese año se instaló el primer teléfono público en el madrileño Parque del Retiro. Y a partir de ahí todo lo demás. Sí, el fin de una era.
Lo que arrancaba de cuajo aquel brazo de hierro para depositarlo en el remolque de un camión se llevaba consigo muchas palabras, millones y millones de palabras pronunciadas al descolgar, como así se decía al hecho de realizar y contestar una llamada. Un ring, ring de urgencia: «Venid a recogerme. No me esperéis a cenar. Llegaré tarde. Mañana estoy ahí...». La cita con un amigo, el deseo de escuchar la voz de quien estaba lejos, el recado para un hermano, el encargo de una compra... Y eran aliadas de quien en casa no disponía de teléfono. En medio del espacio público, la calle, se abría un pequeño reducto de privacidad en el que se pronunciaban las palabras adolescentes que huían de ser escuchadas por el público del salón de casa. Sólo la cabina de la esquina en la ciudad o la de la plaza en el pueblo disfrutaban del privilegio de ser testigos de mensajes repletos de ilusión a cambio de unas pocas monedas que alimentaban el diálogo hasta que el depósito monetario aguantara en días que siempre se llevaba suelto en el bolsillo.
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Cuánto tendría oído esa cabina que vi partir en el que seguramente fue su último viaje. Dejaba su posición en triste estado. Ya envejecida y desaliñada. Víctima del olvido, sustituida por los nuevos usos en la comunicación, vestía los harapos de anuncios publicitarios adheridos a su estructura ya esquelética. La que el 19 de diciembre dejó su lugar era de los últimos modelos, de aquellas que sólo un ligeras mamparas y corto techo evitaban que las voces se las llevara el viento.
Antes hubo otras que quedarán para siempre instaladas en el imaginario colectivo de los españoles. El cine hizo de ellas una joya con aquel mediometraje 'La cabina' que llevó al realizador Antonio Mercero a sembrar la angustia en los espectadores que vieron a José Luis López Vázquez intentando escapar de un encierro involuntario. Eran cabinas robustas coronadas por el rótulo indicador de que allí había teléfono, un servicio público. Una puerta abatible de dos hojas estrechas daba paso a un pequeño cubículo en el que incluso se podían apoyar los brazos para hablar con comodidad tras marcar en una rueda de números la combinación telefónica que venía anotada en una agenda de papel.
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Ellas, unas y otras, han descrito el paisaje urbano, el paisaje social, el paisaje humano de muchas décadas. Han sido el testimonio público del teléfono fijo, del que poco queda ya. Se fueron los góndola y los de teclas con grandes auriculares verdes, crema o rojos que sobre tantas mesitas de salón doméstico reposaban a la espera de que alguien hiciera girar aquella ruedecilla casi mágica que establecía el contacto tras el piiiiii, piiiiii, piiiiii hasta escuchar el «dígame». Estos aparatos, herederos de los de vaquelita negros que colgaban en alguna pared de la casa de la abuela, tenían como compañera inseparable, ya fuera como soporte de sí mismos o depositada a su lado, la guía telefónica.
Un grueso volumen de hojas sobre las que se inscribían por orden alfabético los números de los abonados a la compañía telefónica junto al nombre de sus titulares. Era aquel libro cuyas ediciones distinguían entre provincia y capital, un medio de información infalible. Sólo las agendas personales de papel, únicamente inteligibles para sus titulares, podían superar su eficacia. El listín telefónico, pese al reducido tamaño de la letra, permitía dar con el interlocutor buscado. Y no sólo eso, venía muy bien para repasar el abecedario e incluso regalaba la sensación de que existía una especie de hermanamiento entre los que iban antes o después del número de casa. Los de la provincia permitían, además, revisar la geografía patria al descubrir nombres de localidades que compartían con la propia la aventura de las telecomunicaciones. Y cuando no bastaba el listín porque había que llamar más allá de los límites provinciales, siempre quedaba contactar con el número de Información atendido de viva voz por las telefonistas.
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Mensajes, hablar, comunicar.... Muchas palabras para referir el diálogo que un día a través de un hilo establecieron los teléfonos que empezaron su andadura con la inestimable colaboración de las telefonistas que sobre un curioso mapa sembrado de clavijas permitían el contacto.
Todo vino a mi memoria cuando, como les contaba, contemplé que una cabina partía de la calle Colón montada en un camión hacia un destino para mí desconocido. Con ella marchaba un relato social del que llegué a participar cuando todavía en los pueblos se llamaba a la telefonista para que te pusiera con este u otro número hasta que un día, allá por mediados de los años setenta del pasado siglo, hubo noticia de que venía el «Automático». Era el anuncio de que los pueblos ya iban a establecer la comunicación sin pasar por las populares centralitas. Se ponían en marcha las ruedecitas para marcar el número. Y llegaron las cabinas, las cerradas primero, y las abiertas después al paisaje existencial que hoy, en el pueblo y en la ciudad, convive con el teléfono móvil. Otra forma de ponernos en contacto, comunicación al fin.
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