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De repente puse Teledeporte en el ordenador y me encontré a Silvia Navarro tirada en el suelo, en horizontal, en una postura muy poco común en el balonmano, parando el balón con una mano. Acababa de empezar la segunda parte de la semifinal ante Noruega, la temible Noruega, y España ganaba por un gol.
Ya no pude dejar de mirar.
No solo por Silvia Navarro y ese escorzo magnífico sino porque España jugaba con una intensidad muy poco común. En ataque y, sobre todo, en defensa. Y, digámoslo todo, porque la selección iba ampliando su ventaja con fórceps y porque, con el viento de cola, a todos nos gusta volar. Al final, zarandearon a Noruega y lograron un hito al clasificarse para disputar hoy la final de un Mundial por primera vez en la historia.
Silvia Navarro tiene 40 años.
Silvia Navarro lleva más de 200 partidos con la selección.
Silvia Navarro fue la MVP de la última Liga, la que ganó con el Rocasa canario.
Silvia Navarro, está claro, es una leyenda.
Esta valenciana nació el día después de San José (1979) y eso marca. Quién sabe si por eso siempre ha preferido el deporte a la jarana, y ya aspira a estar el próximo verano en los Juegos de Tokio, tras los de Río y el bronce de Londres, con 41 años. Y nunca, a pesar de ser inmensamente feliz en Gran Canaria, ha dejado de sentirse de la 'terreta'. Siempre que tiene oportunidad expresa su indignación por ver cómo el balonmano valenciano, referente durante décadas en España y en Europa, prácticamente se ha esfumado de la élite sin que empresas ni instituciones se hayan sonrojado ni un poquito.
A mí me llama la atención que con 40 años y una trayectoria sobresaliente marcada por su ética de trabajo y su compromiso por el deporte, con solo un paso por el quirófano por una nariz rota, viajara a Japón con un daruma, un amuleto nipón hecho a mano, para cumplir sus propósitos. Puedes ser el mejor, como Nadal, y seguir aferrándote a las supersticiones.
Silvia Navarro conoció el balonmano gracias a la cabezonería de su madre, quien se empeñó, pese a que la niña de nueve años no estaba muy motivada, en llevarla a unas pruebas que hacía el Mar Valencia para captar nuevos talentos. Aquella niña acabó accediendo y, aunque le permitieron elegir, se decantó por la portería, o por los tres palitos, como le gusta decir a ella, en cuanto lo probó.
Poco a poco fue subiendo por la escalera del club hasta que Cristina Mayo le hizo debutar en División de Honor con solo 17 años. La mítica entrenadora, ganadora de casi todo, admiradora de siempre de danesas, suecas y noruegas, se lamentaba de que aquella chica era un poco bajita (mide 1,69). Pero en vez de darle la espalda, hizo dos cosas por ella: primero le enseñó que para sobrevivir con esa estatura tenía que tener unas piernas muy poderosas, así que no había otra que machacarla a sentadillas y ejercicios de fuerza. Lo otro que hizo por la portera fue ser honesta. Mayo la cogió un día y le dijo: «Silvia, es mejor que te busques otro equipo para tener más minutos».
Pasó un año en Primera con el Torrent, pero acabó rescatándola Gregorio García para el Ferrobús. Allí aprendió mucho de Svetlana Bogdanova. Pero su consagración llegó en el Itxaco de Ambros Martín, con el que lo ganó todo en España y jugó las finales de la EHF y la Champions.
No haber sufrido grandes lesiones le ha permitido estirar su carrera, pero no menos que ser muy estricta en los entrenamientos, la alimentación y la vida fuera de las canchas. Mantiene la ilusión por entrenar, come con mucha responsabilidad y le encanta correr, salir en bicicleta o jugar al tenis.
Es una deportista de élite y también madre de un niño de seis años con el que hace unos días se hizo una foto que colgó junto a una frase magnífica: «Un abrazo tan fuerte que te rompe los miedos».
La crisis que arrasó la liga española le obligó a buscarse la vida en Rumanía, en el Oltchim, pero después acabó en el Rocasa canario, donde son muy comprensivos con un rol materno que ella no perdona. Quizá porque recuerda a aquella madre que la cogió del brazo cuando era «una niña muy punky» y se la llevó a las pruebas del Mar Valencia. Aquella madre que se desvivía por ella y que le compró, sin saber que eran innecesarias, unas rodilleras de fútbol sala.
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