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Carlos I, el monarca del tiempo
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El tenista Jordi Arrese compartía estos días desde el US Open una reflexión que ayuda a calibrar el impacto de Carlos Alcaraz en el circuito: ... la idea de que no puede mejorar. Arrese, medalla de plata en los Juegos de Barcelona, pertenece a esa generación de tenistas a quienes apodaban los 'cocodrilos', jornaleros que encontraban su hábitat natural en la línea de fondo y garantizaban una dosis adicional de sudor que compensara sus carencias raqueta en mano. En esa estirpe militaba el primer Nadal, el precoz Rafa Nadal. Un talentoso tenista sobre la arcilla, dispuesto a perpetuar la saga que antes abrillantaron los Bruguera, Ferrero, Moyá o Corretja: la ilustre cadena de apellidos que forjó la leyenda española como vivero del Gotha mundial en tierra batida.
La posterior evolución de Nadal ayuda a fijar una darwiniana teoría que explicaría la irrupción de Alcaraz en la cúspide de la ATP. En la línea que fija la opinión de Arrese, el zurdo de Manacor modificó su ADN en una ejemplar transformación que lo convirtió en el mito del deporte que es hoy. Un tenista para todas las superficies, la clase de jugador que opera como espejo donde se miden sus hermanos pequeños. Martín Landaluce, un madrileño de aspecto nórdico y planta de baloncestista, acaba de imponerse en el apartado junior de Flushing Meadows con un tenis cuyo motor son los vatios de potencia con que escupe la pelota. Alcaraz ha atacado el trono absoluto con una decantación superior de ese mismo modelo de juego. Ambos recetan a sus rivales la medicina que Nadal expide desde que se convirtió en un jugador total. Con una particularidad, ese atributo que señalaba Arrese: así como al joven Rafa se le observaban lagunas que pudo ir solventando con paciencia, determinación y talento, en el tenista murciano acunado en Villena apenas se detectan defectos. El reto es un imposible: mejorar al número uno.
Hemos citado a Corretja. Le volvemos a llamar al estrado: durante la transmisión de la final trasladó un dictamen concluyente, según la línea argumental de Arrese. Alcaraz sería, en su opinión, el mejor jugador de 19 años que nunca acampó en el circuito. Arrese, Corretja… A la prueba testifical que sostiene esta teoría se añade la pericial. Los datos. Mediado el segundo set, en plena crecida de Ruud, la estadística corroboraba la idea de un nuevo prototipo de tenista español con algo más que arena en las zapatillas. Cada vez que el punto se alargaba, solía caer de lado noruego. Cuando por el contrario las jugadas se sustanciaban según la lógica del raquetazo y tentetieso, triunfaba el joven murciano, cuya insolente energía podría conducir a una conclusión errónea si medimos su tenis sólo según esa variable. Su genuina talla obedece a otras virtudes: digamos que conduce un fiable Mercedes con juguetona marquetería pop en el salpicadero. Sus bíceps parecen en estado óptimo pero su mejor golpe se genera en el cerebro.
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Ya sentenció el clásico que de toda la paleta que figura en el catálogo del buen tenista, antes que la derecha, el saque o el revés, debe funcionar bien la cabeza. Rescatemos por lo tanto el momento esencial, el que explica el triunfo. Cuando Alcaraz se retira abatido luego de entregar la segunda manga, sabe extraer de su paso por la silla la munición para someter a su rival y llevarse la púrpura, el doble premio. Su primer 'major' y el número uno nacen de esos minutos de incertidumbre que resuelve volviendo a ser él mismo, convencido de que alcanzar la gloria exige ir a por ella. En el cambio de lado habíamos visto a Carlitos, un desordenado adolescente incapaz de salir del laberinto tejido por Ruud; unos minutos después de psicoanalizarse en la silla bajo su toalla rompe el servicio en el primer juego, supera una bola de set, arrolla en la muerte súbita. Ya es Carlos I, que acaba de enterrar a sus dudas, su antiguo yo. En un par de horas será coronado. Sólo resta despejar la cuestión central: cómo mejorar lo inmejorable. Reinar como sugería Javier Marías. Como el monarca de este nuevo tiempo.
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