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Evolución

Las evocaciones del cuerpo humano

Los órganos vestigiales son estructuras en desuso pero que no han desaparecido

Rafa Honrubia.

Martes, 22 de octubre 2019, 23:58

El cuerpo humano no es una máquina perfecta. Nos sobran piezas. Estructuras con alguna función en el pasado que han quedado en desuso, pero no han desaparecido. Permanecen como un souvenir evolutivo. A algunos de estos rasgos anatómicos les hemos asignado un nuevo oficio pero su supervivencia es un bálsamo para las clasificaciones de especies, para saber quién viene de quién. En cualquier caso, los órganos vestigiales humanos -así se les llama- hablan con claridad sobre nuestro pasado a través de las semejanzas homólogas entre especies. Al cuerpo humano le gusta guardar recuerdos, igual que a nosotros: esa postal para recordar nuestras vacaciones o la entrada que guardamos del último concierto. Todo lo que recopilamos nos define como especie aunque solo sirva para coger polvo.

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Estos órganos aparentemente inútiles no han sido eliminados todavía porque no nos perjudican. Fueron útiles para nuestros antepasados de una forma u otra. La selección natural favorece los rasgos que potencian las opciones de supervivencia cuando, por ejemplo, hay un cambio en el hábitat. Las características poco favorables se verán eliminadas a largo plazo, mientras que las favorables se mantendrán y podrán pasar a la siguiente generación.

No obstante, hay características que no son ni útiles ni inútiles por lo que seguirán pasando a las siguientes generaciones, al menos durante un tiempo. La presión selectiva también actuará contra los órganos vestigiales porque no favorecen el éxito de la especie pero tardarán más en desaparecer. Su existencia revela que en el pasado esas estructuras tuvieron una función importante en nuestros antepasados.

Los ojos pueden ser herencia de tu madre, los músculos de tus oídos proceden de un mamífero del Triásico. Los ejemplos son bastante numerosos. Las muelas del juicio -o terceros molares-, que suelen aparecer durante la adolescencia, no encajan en nuestras bocas, de hecho suelen deformarlas sino se evita con una cirugía. Pero, ¿para qué están ahí las dichosas muelas del juicio si solo favorecen los bolsillos de los dentistas? En el pasado aportaban potencia masticatoria cuando nuestros ancestros aún no cocinaban los alimentos, les ayudaba a machacar raíces y carne cruda. Desde el descubrimiento del fuego y de la cocina, nuestra dieta se ha hecho mucho más refinada. Los expertos creen que, a medida que se reduzca el tamaño de nuestro maxilar, las muelas del juicio se perderán en el tiempo.

El tubérculo auricular, también conocido como tubérculo de Darwin, está presente en un 10% de los humanos. Es un engrosamiento cartilaginoso del borde de la oreja, un vestigio de la oreja puntiaguda de los primates. Su única función es recordarnos nuestro pasado simiesco. Los lóbulos de la oreja son muy adecuados para colgar pendientes, para poco más sirven. De hecho, parece que la presión selectiva ya está haciendo su trabajo y en la mayoría de personas queda colgando, en lugar de estar unido a la cabeza. De ahí a que desaparezca no debe quedar mucho, aunque hablando en términos evolutivos pueden ser bastantes siglos.

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Y seguimos con las orejas, probablemente el órgano con más residuos de otras épocas. ¿Te has fijado en cómo mueven las orejas algunos mamíferos. Los perros se ponen en guardia y las dirigen para localizar la fuente del sonido. Es una habilidad extremadamente útil en los mamíferos nocturnos que dependían del sonido para minimizar el riesgo de convertirse en presa. Los seres humanos y el chimpancé poseen el músculo. Está unido a la oreja pero ya no podemos moverlo porque ha perdido su función biológica original.

Es el momento de hacer un experimento: coloca el brazo con la palma de la mano hacia arriba en una superficie plana y junta el dedo pulgar y el meñique, si inclinas la muñeca ligeramente hacia dentro, es posible que veas un tendón sobresalir del interior de tu muñeca. Es un órgano vestigial conocido como palmar largo, un remanente de nuestros abuelos primates, quienes usaban sus antebrazos para trepar en los árboles. Actualmente, entre un 10% y 15% de las personas no lo tiene en uno o en ambos brazos. Y no, no aumenta la fuerza de agarre de las personas que lo tienen. De hecho, el palmar largo es más largo en los primates, como los lémures, y más corto o inexistente en humanos y simios, ya que somos mucho menos arborícolas que los primeros.

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Ahora imagínate que sales de la piscina -estamos en otoño- y una ligera brisa consigue enfriarte lo suficiente para que tu piel se erice. La piel de gallina, como se conoce a este erizamiento del cabello aunque el término científico es piloerección, es un reflejo involuntario de una estructura anatómica arcaica. El reflejo pilomotor es una respuesta a estímulos fríos sobre la piel que provoca la contracción de los músculos piloerectores, tirando del pelo. Los pelos también se nos ponen de punta cuando vivimos emociones fuertes, especialmente el miedo. ¿Cuál era su función? El pelo creciente atrapa el aire entre el cabello y la piel, un mecanismo muy efectivo como aislante térmico en mamíferos peludos. Además, ante un encuentro con un depredador, el erizamiento del vello aumenta el tamaño del animal, y le da la oportunidad de espantar a su enemigo. Quizá el ejemplo más ilustrativo es el del puercoespín, cuando eriza las púas como sistema defensivo. Los humanos hace tiempo que no se benefician ni del pelo abundante ni de la piel de gallina. La selección natural ya ha empezado a depilarnos, pero se le ha olvidado quitarnos el mecanismo reflejo.

Los perros juegan con ella, las vacas la usan para espantar moscas, algunas lagartijas consiguen regenerarla y los humanos la tenemos escondida. Sí, los humanos tenemos cola. Como Goku, protagonista de la serie 'Dragon Ball'. La nuestra se encuentra al final de la columna vertebral. Como somos mucho de poner barreras entre los animales y los humanos -como si nosotros fuéramos plantas- le hemos cambiado el nombre y la llamamos coxis. Son entre tres y cinco vértebras fusionadas, una reminiscencia de nuestros antecesores que nos ayudaba a mantener el equilibrio e incluso a agarrar cosas. Después de millones de años de evolución, el vestigio sigue ahí aunque la perdimos porque su ausencia mejoraba el movimiento erguido, según una investigación publicada en la revista 'Current Biology'.

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El listado es largo. Las amígdalas están ahí para proteger la entrada de las vías respiratorias de bacterias pero solo durante los primeros años de vida. A partir de ese momento solo sirven para contraer amigdalitis. Lo mismo pasa con el apéndice, en algún momento evolutivo era necesario para digerir vegetales pero nuestra dieta cambió y ahora no importa mucho si está ahí, excepto si se inflama y nos provoca una apendicitis. Desde este punto de vista, parece que estamos hechos a trozos, compuestos con remiendos de otras épocas. Si eres útil pervives, si no desapareces. El quid de todo esto es que la evolución no hace individuos cada vez más eficientes por decreto, no tiene una dirección determinada hacia lo más complejo, sino que se deja seducir por el azar y la contingencia, como postuló el gran paleontólogo Stephen Jay Gould, en contra del darvinismo más ortodoxo. Estamos muy lejos de ser la máquina perfecta que nos creemos que somos.

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