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Siempre atento a las recomendaciones de nuestra amada EMT, el cronista recurre al transporte público para acercarse al centro de Valencia en las horas ... previas a que digamos adiós a todo esto. Misión imposible. El autobús ignora su recorrido habitual, cambia de trayecto en las inmediaciones de la plaza de España, ignora cómo refunfuñan los viajeros y acepta detenerse unos metros más allí para que descienda el sector crítico, mayoritario dentro del pasaje. Convertidos en peatones, observamos el espectáculo de batalla campal que dirimen dos bandos de fans de la pirotecnia, atrincherados a uno y otro lado de la estatua del Cid, cuyo caballo contempla la incruenta batalla como nosotros: preguntándose qué fue de aquella prohibición de tirar petardos más allá de las diez de la noche. Desde la montura, me parece intuir que don Rodrigo responde a Babieca como si fuera el alcalde: encogiéndose de hombros.
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A su alrededor, acampa el espíritu fallero convertido en apoteosis del libertinaje. Berlanga estaría dichoso viendo lo que ven nuestros ojos: el absurdo caos, que se enseñorea de la almendra central de Valencia, un larguísimo plano secuencia que conduce mis pasos por la Gran Vía a tientas, porque luego de analizar a cuánto se cotiza el kilowatio/hora estos días, una inteligente mano municipal ha decidido prescindir de obsequiarnos con la luz de las farolas: triunfa la oscuridad de la noche, pespunteada por la pólvora que deja en el cielo el rastro que permite identificar dónde anida el epicentro fallero, del que consigo alejarme. Me cruzo a la altura del Garaje Guimerá (me encanta esa nomenclatura, aunque no tanto como su esbelta tipografía, deliciosa) con un caballero con turbante: nos miramos a los ojos, nos cedemos el paso (que consiste en que yo me apee de la acera y camine por la calzada ausente de vehículos) y nos alejamos del kilómetro cero festivo hermanados por un sentimiento común. Como conejillos de Indias, dispuestos por las calles de Valencia a modo de experimento: a ver cuánto aguantamos sin respirar bajo el agua. O su equivalente: qué pasará dentro de quince días. Atentos a Fernando Simón.
El autobús de vuelta va casi vacío. En avenida del Cid se aúpa una mujer con el semblante demediado que va regando de colonia Nenuco su cabellera y los asientos vecinos. La pobre va escuchando la radio, que también riega de información al resto de pasajeros: gracias a la locutora nos enteramos de que Zaragoza acaba de abortar el despegue de las fiestas del Pilar. Valencia, como anomalía. Las Fallas, oasis español. Cuando cruzamos ante la ominosa fachada del Hospital General, los viajeros que hemos sobrevivido a esta excursión a ninguna parte miramos sus ventanas oscuras como un fúnebre presagio.
Y este canario se despide de ustedes cruzando los dedos mientras baja a la mina.
Fin.
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