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Elogio de la paella

La vida en un casal fallero gira en torno a muchas actividades, pero pocas son tan representativas del carácter valenciano como la de ponerse a hacer paellas en la calle y sentarse después a comerlas en compañía

Txema Rodríguez

Valencia

Lunes, 11 de marzo 2024, 20:36

Para este cometido cuento con la ayuda de los miembros de la Falla Plaza de la Merced que me acogen como si fuera de la familia (como si fuera fácil) y me dan esa libertad que tanto me gusta, la de hacer lo que me ... dé la gana sin tener que preocuparme de nada más. Y resulta todo muy sencillo, se trataba de vivir con ellos una de esas jornadas que se repiten en los cientos de casales que se reparten por la ciudad. Cada uno con sus cosas, sus lujos y sus miserias, su estilo y sus aventuras, unidos por la paella, el clásico concurso como excusa, también como alimento, para compartir mesa y conversación. El plan comienza sobre la una, cuando se reparten los ingredientes. Aquí no hay mucho espacio, ni ganas, para las innovaciones gastronómicas aunque alguno se anima a incorporar al arroz verduras como la alcachofa. Se preparan los fuegos sobre una generosa base de arena y se comienza con el sofrito. Un grupo de extranjeros contempla desde el otro lado de la valla, en la calle Calabazas, el operativo paellístico. Uno de ellos, Hans, natural de la hermosa ciudad de Bremen, me pregunta todo lo que se le ocurre, incluso sobre la razón por la que estoy haciendo fotos o por la presencia, apoyada en una pared, de una pala; le explico que se utiliza para colocar la arena que protege el suelo de las llamas y, una vez terminada la paella tapar con ella las brasas, apagarlas y recogerlos todo en un santiamén. Aquí no ha pasado nada. Me mira, desde su atalaya de nórdico lechoso como si hubiera asistido a una clase de ingeniería de posgrado, aunque, le digo que yo estoy de paso y que puede hablar con los expertos si lo desea.

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Pero ellos andan ocupados en el movimiento de la leña, en ese difícil arte de controlar el fuego y que se reparta de manera uniforme bajo la superficie de metal. Se acerca la hora de la mascletà (el casal está a escasos minutos andando de la plaza del Ayuntamiento) y todo la muchedumbre se desplaza, como una horda de leucocitos, por el flujo estrecho de las calles para volver al cabo de un tiempo, cuando el arroz ya bulle con alegría y se ha de controlar el punto, taparlo un rato y comenzar a preparar la mesas. Dentro del casal no cabe un alfiler y moverse en su bullicio de charlas y actividad obliga a los cuerpos a complejos ejercicios de contorsionismo para esquivar paellas calientes, sillas, mesas y carritos de bebé. Esta es una falla pequeña, casi todos son familia o amigos desde hace muchos años y hay confianza. Se va recogiendo un plato de cada una de las paellas elaboradas y un jurado en el que están las falleras mayores, Susana y Lucía, y el presidente infantil, Daniel, que dice ser un experto catador gracias a las magníficas paellas que le prepara su abuela, las prueban todas y se guardan el veredicto para los postres. Cuando ya todos han terminado sus raciones, han bebido y conversado, se han reído con ganas, comenzando por la protagonista de los hechos, cuando una silla se ha partido y una mujer ha caído despatarrada. Tal vez todo esto, el calor humano, las risas, las anécdotas, sea el ingrediente más importante de la paella, el que le confiere un sabor especial, aunque esté sosa o salada, aunque el grano esté abierto o duro. El plato perfecto de la gastronomía valenciana tiene también un ingrediente social, muy fácil de conseguir pero imposible de comprar.

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