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He pasado la noche de patrulla con agentes de la policía local. He visto arder el cielo con hermosas explosiones de colores y a seres humanos amontonados durante horas, he visto a hombres cargando explosivos en un coche en cantidad suficiente como para matar a unas cuantas personas, jóvenes en coma etílico, chavales que apenas han comenzado una vida, blancos como cadáveres, tirados por el suelo de las calles sucias por las que la mayoría deambulan haciendo eses. En un caos para el que no hay límites, ni ambulancias suficientes, ni policías, ni bomberos, ni limpiadores, ni taxistas, ni nada. Desde la ventana del coche patrulla ves pasar la realidad a cámara lenta, como si se tratara de una ensoñación, como en esa fotografía. Rara vez hago paisajes pero hay algo en esa imagen (que parece un amanecer en un día nublado cuando es el sol oculto tras el humo de la mascletà) que me reconforta ante el torbellino de las fiestas. En medio del sonido atronador de los petardos, cuando parece que los tímpanos van a romperse (probablemente lo hagan) aparecen las luces y las sombras entre las ramas de los árboles y se crea un escenario distinto, mudo, silencioso, en el que hallar la paz.
Entre el bullicio constante de la noche late el deseo de llegar a casa, introducir el cuerpo bajos las sábanas limpias, huelen a sol mediterráneo, y olvidar la procesión de críos con la mirada perdida y ropa de marca. Por el ensanche se suceden los robos de carteras, nos paran varias chicas para decir que les han robado. Luego, unos metros más adelante, otra joven encuentra varias y se las entrega a los agentes; avanzando un poco más hay un grupo a punto de iniciar una pelea, también una joven a la que le han propinado una patada en una pierna y, en el entorno del Palau de la Música, una batalla campal de cohetes, petardos y todo tipo de artefactos pirotécnicos que suenan como disparos de mortero. Cuesta creer que esto sea una fiesta, pero resulta obvio que hay muchas formas de entretenerse y que no todas se ajustan a un patrón.
Y entonces tiene lugar ese estado de éxtasis inesperado. No sé si les ha pasado en un alguna ocasión, en ese punto del camino en el que se juntan el cansancio (también los años de servicio, por decirlo de alguna manera) y la impotencia. De pronto los sentidos comienzan a desconectar de todo lo exterior, se perciben los sonidos amortiguados de la noche como si fueran conversaciones llegadas desde alguna galaxia lejana, palabras que llegan envueltas en interferencias, imágenes difuminadas por una pátina blanca y viscosa que apenas puede atravesar la luz, manchas de colores tenues a través del cristal tintado del coche patrulla. Admiro a quienes son siempre capaces de permanecer alerta, a aquellos que resisten los golpes sin pestañear, pero instalado en esta noche sin control se me llena la cabeza de música (por ejemplo, el Choir of the Church of St. Andrew and St. Paul interpretando el Lux Aeterna de John Cameron) y desaparece toda tensión. Tomo la cámara entre mis manos e intento escribir con la luz una historia distinta en la que atravieso las tinieblas y, a lo lejos, el brillo de nuestro astro favorito, el que nos da la vida, nos contempla con ojos compasivos y nos da su perdón.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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