Directo Sigue el minuto a minuto del superdomingo fallero
Germán Carrizo, en el restaurante Fierro.

El aspirante a abogado que dejó los libros para convertirse en cocinero

Germán Carrizo se marchó de su Argentina natal para embarcarse junto a su mujer, Carito Lourenço, en una aventura que les ha llevado a conocer el lado más amargo de la gastronomía pero también a saborear el éxito

Vicente Agudo

Viernes, 5 de mayo 2023, 02:27

Dejar atrás lo que uno más quiere para irse a vivir a 11.000 kilómetros de distancia fue una de las decisiones más difíciles ... que tomó en su vida. Porque para Germán carrizo la familia lo es todo. Pero soñar siempre tiene un precio, y este argentino se embarcó en su gran aventura cuando pisó Madrid en 2006. Atrás quedaban demasiados seres queridos, demasiadas lágrimas, pero por delante tenía toda una vida por descubrir en torno a la cocina, una pasión que, en principio, no fue un amor a primera vista.

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Su primer paso entre sartenes le llegó a los 10 años; tenía hambre y su madre estaba trabajando, así que se marchó a la carnicería a por carne y se la hizo a la plancha. Supervivencia pura. Pero ahí quedó la cosa, porque comenzó estudiar Derecho cuando llegó a la universidad. Tres años fue lo que duró enfrascado en las leyes, ya que se dio cuenta de que ese no era su camino, que debía transigir con situaciones que su ética aborrecía, así que decidió dejarlo. Lo que no sabía es que en la hostelería iba a ser tres cuartos de lo mismo.

Lo suyo siempre ha sido buscarse la vida. Ya con 15 años trabajó en un locutorio y al mismo tiempo acudía a clase. Pocas horas de sueño, pero los caprichos no salían gratis. Con los libros de Derecho ya almacenados, regresó a la universidad, pero en esta ocasión a estudiar cocina, una labor que compaginaba como podía con su nuevo trabajo en una gasolinera. Aquí llegaba a las diez de la noche y se marchaba a las seis de la mañana, el tiempo justo para acudir al centro educativo, donde permanecía hasta las dos de la tarde. Sólo tenía de tres a siete para dormir, una caprichosa premonición de lo que iban a ser sus futuras jornadas laborales.

Mientras seguía los estudios, sus pasos le llevaron a trabajar en un casino, un empleo con el que comenzó a ganar dinero de verdad, pero por su mente ya circulaba la idea de salir de Argentina y volar a España. Costó anunciarlo en casa, aunque sus padres ya se lo veían venir, porque su hermano ya estuvo en Valencia. Aún tiene grabada en su memoria la despedida. Dolió mucho, por eso lo primero que hizo cuando llegó a Madrid fue llamar a su madre. Ella conoce a la perfección a su hijo y sabía que si probaba vivir en Europa sólo regresaría de visita, como así ha sido.

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Pero un nuevo camino se abría ante él, aunque las perspectivas no eran muy buenas, porque en sus bolsillos sólo había 500 euros, los mismo que le sobraron tras vender su coche el último día de clase y comprar el billete de avión. Solo, en una ciudad de más de tres millones de habitantes y con muy poco dinero...¿qué podía salir mal?

Pronto pondría rumbo a Valencia, donde consiguió trabajo en el restaurante el Submarino. A los seis meses le pidieron recomendaciones para contratar a una persona, así que no se lo pensó y avisó a Carito Lourenço, un amiga que conoció en la universidad. Sólo les unía una amistad, incluso rechazaron una relación, pero el corazón no entiende de razones y esa historia que ya comenzaron mientras estudiaban sin que ellos lo supieran acabó en boda. En ese establecimiento conocieron de primera mano lo que era la excelencia y todo lo que conlleva, como interminables horas frente a los fogones, trato militar y alguna que otra colleja. A esa edad todo compensaba, pero una pequeña parte de esta pareja, una minúscula, comenzaba a oscurecerse.

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Luego recalaron en Menorca durante seis meses hasta que se plantaron en uno de los templos de la Comunitat: el restaurante de Quique Dacosta en Dénia, donde poco a poco fueron adquiriendo experiencia y responsabilidades. «Allí la vida era dura, porque trabajábamos en un restaurante con dos estrellas y valorábamos más la vida personal que la profesional. Nosotros nos hemos dedicado en cuerpo y alma a trabajar, a profesionalizarnos y a ser lo que somos como profesionales». Este era el Germán de aquella época, y de nuevo, esa minúscula parte de su ser se ennegrecía y crecía.

Una de las características de los cocineros es su carácter nómada para enriquecerse profesionalmente, así que de allí también se marcharon; en este caso a Valencia a montar dos restaurantes. Medio año después, su teléfono sonó y en la pantalla apareció el nombre de Dacosta: quería que se hicieran cargo de Vuelve Carolina y El Poblet, sus dos nuevos locales en la capital. No se lo pensaron y aceptaron orgullosos un reto que cambiaría para siempre sus vidas, en lo bueno y en lo malo. Fueron cuatro años exhaustos en los que sólo se hablaba de trabajo y no había nada más que llevar adelante los restaurantes. Daba igual los problemas de salud que sufrieran o los compromisos familiares, se dejaban un lado por un bien mayor: los restaurantes. Así que esa minúscula parte oscura fue creciendo a tanta velocidad en esa época que explotó. Ni la estrella Michelin que lograron mitigaba ese dolor. Germán pensaba que para conseguirla tuvo que hacer cosas de las que no se sentía orgulloso, pero en aquel momento se hacían por algo superior: el proyecto, el mismo que les hacía pensar que ellos no eran los importantes, sino los restaurantes.

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Germán siempre estará agradecido a Dacosta por la oportunidad, pero decidió junto a Carito que era el momento de volar solos. «No podíamos darle más al proyecto», decía Carrizo, así que, como si de una bicicleta se tratara, se quitaron los ruedines y comenzaron a pedalear sin ayuda. La decisión no gustó al chef extremeño, pero era firme. En esa época ya tenían Tándem Gastronómico, una asesoría que comenzaba a despegar, pero necesitaban poner tierra de por medio y que la distancia y la familia argentina mitigara un dolor que aún les atenazaba.

Allí surge una palabra, Fierro, que evoca otras muchas, como inquebrantable e incondicional, las cuales siempre han marcado su vida, también para lo bueno y lo malo. A su regreso, y en vista de que su asesoramiento gastronómico iba como un tiro, deciden alquilar un local pequeño para impartir cursos. Pero Germán lleva la cocina en la sangre, al igual que Carito. Abrir restaurantes y crear menús para otros le reconfortaba, pero no aplacaba ese fuego interior. Necesitaba de nuevo ese estrés que libera cortisol como una cascada por todo su cuerpo, así que transformó ese pequeño laboratorio de ideas en un restaurante gastronómico con una propuesta rompedora: sólo había una mesa larga para doce comensales.

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La transición desde que deja Vuelve Carolina y El Poblet hasta que el gastronómico Fierro echa a andar estuvo plagada de soledad. Fue tomar esta decisión y pasar de los apretones de manos y los abrazos al más absoluto ninguneo. Todos los que antes aplaudían ahora daban la espalda. Pero Germán también aprendió de esta situación: ahora valora a los que tiene al lado con una fidelidad máxima. Sin embargo, el verdadero punto de inflexión en su vida llegó cuando interiorizó un axioma que ahora le acompaña siempre: «Nos dimos cuenta de que no podíamos dar felicidad siendo infelices», explicaba este argentino, que tuvo que acudir al psicólogo para poner orden en su cabeza. Ahora ha dado un paso más y ha introducido en su vocabulario un verbo que no sabía ni que existía: conciliar, que no es ni más ni menos que tiempo para él y para su mujer fuera de la cocina.

Pero lo mejor estaba por llegar. Fierro se había convertido en un restaurante en el que Carito y Germán volcaban toda su creatividad, pero también su madurez, así que la recompensa se materializó en diciembre de 2021 con una estrella Michelin que vino a confirmar la apuesta que estaban haciendo con su cocina. Los platos se habían desprendido de los superfluo para dejar lo imprescindible, el alma. Como decía Carrizo, «ahora Fierro es mucho más porque tiene mucho menos».

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La pandemia sacó lo mejor de este argentino, que se embarcó junto con Carito en la World Central Kitchen para dar de comer a 150.000 personas en 90 días. Fueron meses de una dureza extrema, pero no por el trabajo, sino por las miles de historias desgarradoras de la gente que acudía a por comida. Germán se protegía y se mantenía entre fogones alejado de la realidad. «Puedo hacer raciones para miles de personas, pero no tengo fuerza para darle una bolsa de comida a alguien y mirarle a la cara, me desarmo». Así hablaba con la voz quebrada por la emoción durante una charla que impartió en LAS PROVINCIAS.

Germán ya no se mueve de Valencia. Este cocinero de Mendoza se siente más argentino que nunca, pero en la capital del Turia ha levantado una empresa de la nada junto a Carito. Sus familias no saben ni la mitad de todo lo que han pasado, pero se sienten orgullosos porque son conscientes de que ahora son los propietarios de Fierro, Doña Petrona, La central de postres y Le petite brioche. Son el fruto de un sueño, ese que comenzaron a modelar cuando empezaron a pedalear sin ruedines.

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Germán sigue yendo al gimnasio para calmar esa presión que soporta su cabeza y quedando con los amigos en torno a una mesa, porque ellos son también su familia. Pero sobre todo continúa fantaseando, como ese sueño que tuvo en el que se veía en el estadio catarí de Lusail mientras Messi levantaba la copa de campeones del mundo. Estuvo a punto de conseguirlo, pero al final no pudo ser. De todas formas, lo disfrutó y lo lloró igual que millones de argentinos.

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