Almorzar en Marvi: mi primera vez
EL MAPA VALENCIANO DE LOS ALMUERZOS ·
Crónica de una mañana de otoño en el popular bar valenciano: una reflexión sobre la deliciosa costumbre gastronómica de la tierraEL MAPA VALENCIANO DE LOS ALMUERZOS ·
Crónica de una mañana de otoño en el popular bar valenciano: una reflexión sobre la deliciosa costumbre gastronómica de la tierraEl taxista ignora dónde se encuentra el bar Marvi. Cuando le doy la dirección, teclea en el navegador y me da una vuelta por medio ... Valencia hasta acertar con esta esquina cercana al barrio de La Amistad, encajonada junto al mercado de Algirós, donde para su sorpresa se alza este local desde hace casi 40 años. «Nunca había venido aquí», me informa. Luego pregunta: «¿Se almuerza bien?». Le contesto que todo indica que la respuesta es sí. Afirmativo. Pero que en realidad, pese a la fama del castizo bar, es mi primera vez. Ha reservado mesa Fernando Sempere, incansable colaborador de LAS PROVINCIAS como incondicional del almuerzo, y he leído algún apunte al respecto de la calidad del almuerzo en Marvi, su atractiva personalidad de bar de barrio con más altas ambiciones gracias a una excelente barra y una cocina de postín, pero todavía no puedo hablar por mí mismo. Son las diez de la mañana: una larga hora después, si el taxista me hubiera hecho la misma pregunta, le hubiera contestado que no sabe lo que se está perdiendo.
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La mesa aguarda en un rincón junto a la barra, surtida ya de olivas y cacaos. Nos sentamos y se empieza a obrar el milagro: ese prodigio de que te sirvan según te acomodas en tu silla, una proeza que demasiados bares se resisten a imitar. No es el caso del Marvi. Diligente servicio, muy profesional, que cede la palabra al jefe todo esto, Tino, en cuanto aparece por la puerta, saluda a Fernando y nos recomienda algunas de las golosinas que se despachan a un elevado ritmo, muy sostenido. No hay un sitio libre. En cuanto se despeja una mesa, otros parroquianos ocupan el lugar de los clientes vacantes, entre quienes se observa por cierto una feliz diversidad: grupos de oficinistas de algún despacho cercano, un matrimonio senior que consume su almuerzo en silencio, como si comulgara, una pareja de crías adolescentes que abandonan por un rato el mundo tiktok y desertan del móvil, cierto caballero solitario y esta pareja que formamos el veterano Fernando y este novato que teclea estas líneas recién llegado de esa epifanía, gratamente impresionado por la experiencia vivida en cuanto hicimos caso a Tino, pedimos un par de bocadillos que nos sugirió y esperamos a que llegara el servicio en perfecto estado de revista mientras atacábamos una ración de croquetas para romper el hielo y yo reflexionaba para mi caletre sobre este hábito tan valenciano que no conoce parangón en otro punto de España y que, a mi modesto juicio, goza de una vertiente cultural todavía más atractiva que la puramente culinaria.
Y me explico.
En épocas de misantropía creciente, inmersos en una sociedad donde cada uno vamos a lo nuestro, reunirse para almorzar tiene en efecto algo de milagroso. Así que enhorabuena a los feligreses de esta nutritiva religión. Segunda felicitación: preservar la idea de reunirse a media mañana para dar cuenta de la oferta gastronómica del bar de guardia significa también promover la pura supervivencia del sector hostelero, en su vertiente menos glamurosa pero al menos para mí más querida. El bar de barrio, como este maravilloso Marvi, es una tipología española muy conspicua que sin embargo se bate en retirada entre nosotros. No es el caso de Valencia: la costumbre de almorzar concede una nueva vida a esta clase de locales, que dinamizan la vida a su alrededor y conceden un dinamismo superior al vecindario con quien comparten sus cuitas. Tercera proeza: bares como el Marvi aseguran que siga en funcionamiento una noción de economía a escala nunca tan necesaria. Dan empleo por partida doble: el propio de su negocio y el que genera una red de proveedores que en otros rincones de España han desaparecido, porque carece de sentido la función que ejercían. En un humilde, aunque suculento, bocadillo del Marvi se contiene el trabajo de unos cuantos gremios. El panadero, el chacinero, el cárnico y los egregios representantes de la huerta cercana, desde la amable gallina que abastece con sus huevos las creaciones de la cocina del Marvi hasta el hortelano que allega sus coles y resto de manjares para felicidad de la parroquia.
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El almuerzo dispone por lo tanto según mi humilde juicio de unas cuantas vetas de interesante exploración. Dejo para otro día el análisis nutritivo, propio de la ciencia médica, que depara la contundente ingesta de estas sabrosas viandas muy ricas en calorías y tampoco cabe aquí la reflexión sociológica sobre cuándo empezó todo: si el almuerzo es cosa de agricultores (lo cual explica el trallazo inicial de casalla para lidiar con el frío mañanero) o de ciclistas (o de fans del cremaet), si es una moda efímera o si ha venido para quedarse (esto último es lo que yo sospecho). Me interesa más esa faceta singular arriba anotada: aquí no hay clases sociales, como en el misterioso Madrid de Díaz Ayuso. Cualquiera puede abandonarse a este placer porque otro de los secretos de su éxito reside en lo magro de la tarifa: en nuestro caso, siete euros por barba. Natural lo que me explican, esta tendencia reciente, propia de estos tiempos de vacas flacas y bolsillos menguantes, según la cual hay quien se apunta al rito de almorzar fuera como la comida principal del día. Me pregunto si es el caso del matrimonio de jubilados de la mesa vecina, que elige una manzanilla para despedirse en vez del carajillo clásico. Las quinceañeras ríen felices mientras devoran sus bocatas, hay una felicidad contenida pero muy explícita en el ambiente y mientras Tino comparte con nosotros durante un rato de tertulia sus cavilaciones y afanes, el mundo parece ordenarse por sí solo y no da ninguna gana irse del Marvi, uno de los grandes santuarios del almuerzo con que cuenta Valencia.
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