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Almuerzo (ligero) en un clásico de Nazaret

Mañana de domingo en el bar Aquilino, entre bocadillos de calamares, cerveza murciana y un estupendo cremaet

Jorge Alacid

Valencia

Jueves, 27 de enero 2022, 18:56

Mi compañero de almuerzo me acaba de informar de que este hábito tan extendido por Valencia y alrededores «en realidad es una cosa de Castellón». «Claro que luego empezaron los valencianos a ir con la bici y lo trajeron aquí». Debe anotarse que quien profiere esta provocación, una humorada disfrazada de ocurrencia, se confiesa natural de la provincia más norteña de la Comunitat y así se divierte un poco, el buen hombre, mientras ataca a mi vera su propio bocadillo, da unos cuantos sorbos al botellín de cerveza y saborea las aceitunas y los cacaos. Es un almuerzo prototípico pero ligero, como se me advierte desde la amplia bibliografía al respecto; un almuerzo que es también mi estreno en esta liturgia tan castiza. Mi bautismo valenciano.

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Es una desapacible mañana de invierno. Chispea a ratos en esta orilla del Mediterráneo: estamos en el corazón de Nazaret, guarecidos en uno de sus templos, el bar Aquilino. El propietario así llamado gobierna su navío tras la barra, va y viene atendiendo a los parroquianos de cada mesita, distribuye a la tropa de camareros que forman parte en su mayoría del mismo linaje familiar... Un formidable patrón de la rama discreta, porque la clientela ni se entera de su invisible presencia mientras despacha las golosinas que nacen desde los fogones. Como mi bocadillo de considerables proporciones que, ingerido a la desacostumbrada hora de las 10 de la mañana, representa una especie de cumbre gastronómica que debe masticarse como aconseja la célebre canción: des-pa-ci-to. Ayuda bastante un descubrimiento adicional: la cerveza llamada Estrella de Levante, un rico néctar del que no tenía noticia hasta esta velada de enero. Una sabrosa ensalada de tomate y cebolla completa el retablo: ya hemos dicho que estamos ante un almuerzo ligero.

Nada que ver por ejemplo con las raciones que paladea avanzada la mañana la mesa de al lado, formada por un grupo de milenials que otorga un refrescante toque juvenil a este ambiente dominado por las canas, como exige el protocolo histórico. Porque el almuerzo, de raíz popular según recoge la literatura científica al respecto, tiene su origen en la necesaria recarga nutricional que exigen las labores agrícolas, ejecutadas en todas las épocas del año desafiando las inclemencias de soles y vientos. También del termómetro: la escarcha de las madrugadas invernales reclama calorías y más calorías, que el almuerzo en su vertiente clásica garantiza como es norma en el caso de Aquilino. Así sale uno reconfortado a la intimidante mañana dispuesto a seguir comiéndose el mundo: el almuerzo como pócima milagrosa, consistente en mi caso en ese bocadillo de calamares aderezados con ali y oli que todavía saboreo mientras redacto estas líneas.

No hubo más. La camarera nos animó a proseguir con la recarga de baterías mediante la ingesta de un bocado indígena también desconocido hasta esa mañana: una ración de galeritas, marisco menor que dejamos para otro día. Porque habrá más días. El navegador del coche ya registra en su archivo la dirección exacta del Aquilino, en la calle Jesús Nazaret del barrio homónimo. La iglesia donde fui bautizado en la religión del almuerzo con unos inmejorables padrinos. Aunque uno sea de Castellón.

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