Se llega por recomendación. El toldo algo desvencijado y la puerta repleta de grafitis recuerdan esos bares que llenan cada esquina del barrio. Dentro, mesas y sillas cada una de un padre distinto y paredes desnudas. Lo suyo no es una decoración que despierte los sentidos. Ni falta que le hace. Lo importante está de la barra hacia dentro, porque lo que ocurre en ese pequeño espacio es alquimia pura. Aquí el dinero se invierte en unas de las mejores gambas que se sirven en Valencia, en unas alcachofas de temporada excepcionales, unos salmonetes que salen crujientes y sabrosos de la freidora o unas huevas de sepia catapultadas por la plancha. Porque así es el Bar Richard, gasta el dinero en lo importante. Y siempre lleno hasta la bandera.
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Ahora las cosas han cambiado en el Richard, o no, según como se mire. El patriarca de la familia, José Manuel Alcaide, el que tantos años ha pilotado la cocina de este mítico bar, ha dado un paso al lado y ha dejado al frente a su hijo David. Sangre nueva, rejuvenecida, pero con un mismo objetivo: que los clientes se levanten satisfechos y con ganas de volver.
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Esa es una de las obsesiones de David Alcaide, que siempre ha estado muy vinculado al Richard. «Ya de pequeño correteaba con el 'tacatac' por aquí y con más edad echaba una mano limpiando, pero no fue hasta los 22 años cuando le dije a mi padre que me quería quedar aquí», explica al mismo tiempo que limpia chipirones con una velocidad olímpica y una minuciosidad japonesa.
En el Richard, el producto es religión. Desde buena mañana, David, tras dejar a su hijos en el colegio, se adentra en el Mercado Central para abastecerse de sus proveedores de confianza. Patas de pulpo, chipirones, sepia, tellinas, buena carne, gamba roja, cigalitas o alcachofas son sólo algunas de las maravillas que acaban en la vitrina del Richard y que harían sonrojar a más de un restaurante de postín.
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Pese a que el bar abre a las 12.30, David ya está de buena mañana limpiando todo lo que ha adquirido, que no es mucho, ya que tiene una máxima: «Compro lo que voy a gastar. Lo que siempre busco, y eso me lo marcó a fuego mi padre, es la calidad por encima de todo. Pero yo soy más tiquismiquis aún y no quiero que me sobre nada para que al día siguiente, sino que todo sea lo más fresco posible. Aquí nunca se ha trabajado el congelado», apunta al mismo tiempo que revuelve las patatas de la sartén. No puede perder ni un minuto.
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Los estudios no eran lo fuerte de David. «Se me iba la cabeza para otro lado», explica entre risas. Tampoco ha pasado por una escuela de cocina. No le hacía falta. El maestro estaba en casa. «Desde que me incorporé al bar, mi padre siempre me enseñaba cómo tratar el producto. Él nunca ha medido los tiempos y yo tampoco lo hago. Cuando la gente me pregunta cuánto tiempo está la gamba en la plancha le digo que no lo sé, que lo hago por intuición».
Otras de las obsesiones de David son la perfección y la regularidad, que siempre han sido una seña de identidad en el Richard. «Me gusta recorrer las mesas para ver si todo ha salido bien y, en el caso de que no sea así, poder solucionarlo. Quiero que me digan la verdad, aunque no me guste».
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La sombra de su padre es muy alargada, pero David ha sabido seguir el camino marcado y poco a poco comienza a volar solo. Y no le va nada mal a tenor del libro de reservas. Pese a que el local es pequeño, sus cinco mesas siempre suelen estar llenas. «Cada vez que llaman me sabe fatal decir que hasta dentro de una semana no se puede», indica este joven cocinero mientras poco a poco va llenando la vitrina. Los chipirones ya no están solos, les acompañan unos pequeños salmonetes, sepias y unas patas de pulpo cocido.
La historia del bar Richard es el sueño de José Manuel y su mujer María Consuelo. Él comenzó llevando el bar del cuartel durante la mili que hizo en Melilla y después, ya junto a su esposa, dio tumbos por los pueblos turísticos durante la temporada estival. Tras llegar a Valencia procedentes del pequeño pueblo de Teresa decidieron dedicarse a la hostelería, que es lo que siempre habían hecho.
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Al principio, el Richard era un bar de desayunos, bocadillos y menú del día. Comida de batalla pura y dura. «Poco a poco mi padre, que siempre iba al Mercado Central, fue comprando alguna sepieta y gambas para alternar con el menú», explica David. Los clientes fueron decántandose por ese nuevo producto que comenzaba a servirse y la comida del menú se quedaba en la cocina, así que decidieron, no sin miedo, desterrarlo por completo y dedicarse a servir tapas. Porque en definitiva eso es lo que es este local, un bar, pero con un producto excepcional. «Cuando la gente llama preguntando por el restaurante Richard me entra la risa», apunta David, que en esta nueva andadura cuenta con la ayuda de Vicky en la sala y de Sonia en la cocina.
No les enamorará la decoración del local. Tampoco la comodidad es uno de sus fuertes, pero en cuanto les pongan delante el primer plato se van a rendir al Richard.
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