Cuando Susana sale de la cocina con la chaquetilla manchada de mil colores y cara de felizmente cansada es difícil imaginar a la universitaria que acabó Óptica primera de su promoción. «Teníamos dos opciones, o montar una óptica o quedarnos con el bar ... de la familia». Quien habla es su marido, el tercer Ricardo Mirasol que ha pisado el chaflán de la calle Doctor Zamenhoff desde 1947. Pero no es que a Susana se le haya quedado una espina clavada con aquello de graduar cristales de vista y vender gafas de sol; al contrario, ha encontrado en la cocina su lugar, heredado de la familia política y con el mismo modelo de éxito que tan bien les ha funcionado en el pasado: en tándem con su marido, como hicieron sus suegros antes que ellos. «El negocio puede ir adelante con matrimonios, que eso de llegar a casa y encontrarte a tu mujer dormida porque se tiene que levantar temprano para trabajar en otra cosa…».
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El segundo Ricardo Mirasol tiene todo el tiempo del mundo después de jubilarse hace unos años y, a pesar de que estas cuatro paredes son el mismo local que ha pisado cada día desde que apenas levantaba dos palmos y tenía que subirse a un taburete para ver detrás del mostrador, continúa yendo sin faltar a la cita con el bar. Ahora, más tranquilo, se dedicar a charlar con fieles clientes que, como pasa con los dueños, prácticamente han heredado de sus padres o abuelos el taburete junto a la barra. Y es ahí, con el codo apoyado en ella, ahora de este lado, donde Ricardo Mirasol siente la felicidad de ver cómo el bar al que dedicó su vida y sacrificó a su familia está tan lleno de vida como siempre.
Muestra con orgullo una foto de sus padres en ese mismo lugar, hace casi setenta y cinco años, los que cumplirá el local el próximo año. Todavía se pueden ver en la fotografía los toneles que cualquier bodega atesoraba tras la barra en los años cuarenta y cincuenta. Y recuerda cómo entonces no se cerraba nunca, solo se permitían comer en familia el día de Navidad y el de Año Nuevo, que por la noche había que volver para que los clientes se pudieran gastar una parte de la paga extra. «Eran otros tiempos, yo ya decidí cerrar un día a la semana, y mi hijo ha podido disfrutar mucho más de sus hijos de lo que lo hice yo».
Reconoce el padre que al principio de su retiro no sabía qué hacer con tanto tiempo libre, sobre todo porque lo suyo fue trabajar en el bar las horas libres que le dejaba su empleo como meteorólogo en el aeropuerto de Manises, donde cada media hora daba el parte del tiempo en ruta al piloto que despegaba un avión. «Mi mujer se quedó al frente del negocio«, acariciando las tres alianzas que lleva en el mismo dedo. «Ya vamos por las bodas de oro», dice, orgulloso, y se lleva para casa unas cuantas patatas y dos tápers con algo que ha sobrado en la cocina.
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Presumen padre e hijo de una carta extensísima, de tener la cocina abierta desde las ocho de la mañana a las doce de la noche, de que en el bar Ricardo nunca se dejó sin comer a nadie. Recuerdan las tres filas que antes de pandemia había tras la barra, de que la gente ha llegado a esperar hasta hora y media para comer, incluso algunos clientes echan de menos aquellas esperas apostados en la barra tomando una cerveza y charlando con sus vecinos, hombro con hombro.
Pero el coronavirus ha cambiado muchas cosas, y Richard, que así llaman al Ricardo de la tercera generación, aceptó tomar reservas, «muy a nuestro pesar», para evitar las aglomeraciones. «Ahora entiendo a los cocineros que se quejan de que un grupo de gente no se presente, cuando he tenido que decirle a varias personas que no había sitio», dice. Pero lo cierto es que un día cualquiera a la hora de comer hay rotación, y ya avisan en la página web, que el máximo tiempo en bar es de noventa minutos. Y el local siempre está lleno.
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Pero vayamos a la comida. Hay otra afirmación que les gusta proclamar a padre e hijo, y es que en el bar Ricardo hay una carta de una variedad de precios infinita, para cualquier bolsillo. Desde un plato de habas, de caracoles, de bravas o de ensaladilla por menos de seis euros cada uno hasta la gamba rayada por 200 euros el kilo o las almejas de carril por 127. O comer un montadito de jamón de Teruel por dos euros o unas huevas de atún por 324 euros el kilo. Lo mismo podríamos decir de los vinos. «Aquí puedes comer por poco, pero si quieres entrar a matar...», y Ricardo Mirasol, taurino de pro, mira la surtida barra llena de mariscos a primera hora del mediodía, mermada a la hora de los postres. «Y siempre fresco». La carta tiene además guiños a los productos de temporada, como las alcachofas en tempura con huevo trufado y foie (ahora es el momento perfecto y vale la pena probarlo) o la flor de calabacín (en verano). Quien le surte estas verduras, Toni Misiano, el mismo que sirve a Ricard Camarena y también a Jose Rausell.
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Richard cree que la pandemia ha cambiado además el concepto del picoteo en la barra; tanto tiempo sin poder usarlas ha dado un vuelco a la forma de consumir. «Nunca ha sido Valencia muy de barras; de hecho prácticamente no hay, quizás por la preponderancia de la paella, de los almuerzos...». Dicho esto, los clientes del bar Ricardo -también del Rausell, del Maipi, de algunos más- echaron de menos ese vinito antes de comer, o ese vermú acompañado de un platito de ensaladilla o de gambas. Ahora se están resarciendo. ¿Le gustaría a Richard que hubiera una cuarta generación? No se lo piensa mucho. «La hostelería es muy sacrificada. Mejor otro oficio...».
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