Todo comenzó con una conferencia, la ofrecida por dos gurús de la gastronomía de aquella época: Ferran Adrià y Juan Mari Arzak. Estamos hablando del verano de 1998. Allí estaba sentado un joven Kiko Moya que, tras escuchar con atención, decidió pedir al cocinero ... de Caja Montjoi que le dejara hacer prácticas en su restaurante. Fueron días duros, de exigencia extrema, pero también de aprendizaje. Sobre todo ese momento en el que el chef catalán se plantó delante de él, clavó su penetrante e inquietante mirada y le dijo que hiciera un tortilla francesa. «Ahora lo recuerdo con cariño, pero fue algo dramático». Sobre todo porque era la primera vez que salía de l'Escaleta «y no tenía ni idea de cocina; aquello fue mi mili gastronómica». Pero no se amilanó. Agarró una sartén y un huevo…e hizo lo que pudo. «Salió de aquella manera, pero menos mal que era para un niño que había en el comedor y que Ferran no la probó», explica Moya mientras ríe con ganas.
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Y es que la cocina no siempre ha estado en el punto de mira de Moya. Su objetivo en un principio era ser jefe de sala, como lo es su padre, pero el destino tenía otros planes para él. La marcha de un cocinero propició que se colocará la chaquetilla y se pusiera a los mandos de cazuelas y sartenes. Ya nunca más se la ha vuelto a quitar. Ahora presume de trabajar en un oficio que le apasiona y con el que ha conseguido encumbrar l’Escaleta, un restaurante al que no se va, sino que se peregrina. Allí se rinde culto a la buena mesa en toda la extensión de la palabra, porque no todo está en el plato, sino también en la copa. De ello se encarga Alberto Redrado, primo de Kiko, copropietario y sumiller. Por ese orden.
La cocina de Moya no es más que una sucesión de paisajes y de momentos en el Montcabrer, su montaña mágica. Es un alquimista del sabor y la textura, que logra perfeccionar a base de prueba y error. Este cocinero no es de los que se da por vencido con facilidad. Si es resultado no le satisface seguirá intentándolo hasta dar con el plato que tiene en la cabeza. Y para ello no necesita un departamento de I+D, sino que cualquier idea que sobrevuela por su cocina es atendida y madurada. Porque ese es otro de los secretos de l’Escaleta. Kiko pilota la nave sin gritos ni aspavientos. No es de esos cocineros que se transforman en el sargento de artillería Highway para que todo funcione.
L’Escaleta no es el sueño de Kiko y Alberto, sino el de sus padres, Ramiro y Francisco, que se instalaron en Cocentaina procedentes de Navarra. Allí abrieron el restaurante el 8 de agosto de 1980 en el semisótano de una finca repleto de columnas al que se accedía tras bajar unos peldaños, de ahí el nombre del local. Nada tiene que ver con lo de ahora. Antes la cocina se basaba en los orígenes de los propietarios, con un menú donde triunfaba la ensalada tropical con kiwi, palmito, salmón y salsa rosa. En 1999, deciden trasladarse definitivamente hasta su actual ubicación, en la falda del Montcabrer, y un año después llega la primera estrella Michelin. Fruto, sobre todo, de los viajes que Ramiro Redrado se pegaba hasta el País Vasco para aprender en su tiempo libre en las cocinas de Arzak y Subijana.
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El barco ya había desplegado sus velas y mantenía buen rumbo, pero ahora iba a tener nuevos capitanes: Kiko en la cocina y Alberto en la sala alimentando una bodega que ya es una de las mejores de España. Lo fácil hubiera sido trasladar el local a una capital para crecer en clientes, ya que novias nunca le han faltado, pero l’Escaleta sólo tiene sentido junto al Montcabrer. No es fácil llevar adelante este reto en un restaurante escondido en la montaña junto a un pueblo de apenas 11.000 habitantes. Y más aún si la idea es darle la vuelta a la cocina que se iba haciendo hasta ahora para dirigir la mirada al entorno, donde ha encontrado infinidad de hierbas aromáticas y, sobre todo, los productos estrella de la zona: miel, aceite y almendras. Con todo ello, este cocinero ha tirado de ingenio y talento hasta que en el año 2016 la Guía Michelin les otorga una segunda estrella, a la que acompañan tres soles Repsol.
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Y todo ello con una formación inicialmente dirigida a capitanear la sala del restaurante, porque las sartenes no entraban en sus planes. Pero cuando se inoculó con el virus de la cocina ya no pudo parar de aprender. Primero en algunos restaurantes como El Bulli o el Celler de Can Roca, donde se impregnó de creatividad. Después ya vinieron los congresos y los libros. De todo se empapaba, aunque ya llevaba un buen bagaje que le habían proporcionado su padre y su tío. Esta carrera por aprender sólo tenía un fin: buscar un camino nuevo en l’Escaleta; encontrar un rumbo para ese barco que se ha topado con muchas rocas durante la navegación, pero que siempre ha llega a puerto gracias a uno de los mejores valores que atesora este restaurante: la familia. Y en este grupo no sólo está la sangre, sino nombres como Andrés García, que llegó con 16 años al restaurante y es jefe de sala, o Vicente Pavía, mano derecha de Moya. El secreto es bien fácil: “Tenemos mucha paciencia unos con otros y conocemos nuestras debilidades y virtudes. Para nosotros es tan importante el valor humano como la parte técnica”, explica.
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Kiko Moya ha despojado su cocina de adornos superfluos. Nada de barroquismo en los platos. Lo que acompaña al producto principal sirve para ensalzarlo, pero nunca maquillarlo. De ahí viene esa gamba roja de Dénia santo y seña de la casa, que llega a la mesa desnuda, sin atrezzo innecesario. El cocinero la cura en sal para eliminar parte de su agua, sólo la justa, para potenciar más su sabor y ganar en profundidad. Sabedor de que el entorno lo es todo, Moya exprime la montaña para obtener unos productos con los que reflexiona. Huye de la cocina de postureo para lograr unos platos que tengan emoción y lleguen al comensal.
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Siempre es muy difícil que un plato conmueva a un cliente porque el cocinero siempre juega con sus vivencias y su entorno. Pero Kiko Moya siempre se las ingenia para encontrar un resquicio con el que tocará tu alma y te hará volver al pasado, justo a ese instante que siempre sonríes al recordarlo. Apela a la memoria y juega con ingredientes que el comensal ya conoce para intentar sorprenderle con nuevas texturas y sabores. Así de sencillo y complicado a la vez.
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Tímido y humilde como pocos, a Moya nunca le han gustado los focos ni salir de su cocina. Es de los chefs estrellados menos mediáticos que existen, pero ha tenido que dar un paso al frente para acudir a numerosos congresos, aunque ya no como ese joven oyente ávido de conocimiento, sino como cocinero consagrado que levanta la voz para reivindicar una cocina y un territorio. Siempre se ha quejado de que tendría que haber viajado más cuando tuvo ocasión, pero desde hace unos años se está quitando esa espinita y ha encontrado en sus viajes por todo el mundo ese acicate que necesitaba en l’Escaleta. No para traer exóticos ingredientes a su despensa, pero sí técnicas y procesos que le servirán para jugar con los productos de su entorno.
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Con dos estrellas Michelin, Moya está más que satisfecho, pero no le hace ascos a una tercera. Eso sí, ya avisa de que trabaja de la misma manera que si tuviera una y no va a sacrificar tiempo con su mujer y sus hijos para conseguir ese tercer galardón. Ahora aún trata de digerir todo el cariño que ha recibido durante la celebración de los 40 años de l’Escaleta, un acontecimiento al que no han querido faltar los mejores cocineros de España, aquellos que de joven admiraba y con los que ahora se codea.
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Y mientras el tiempo pasa inexorable en la montaña mágica, Kiko seguirá yendo cada día andando al restaurante para que el brezo y el pino le pongan los pies en el suelo y le recuerden sus orígenes. También continuará con su debilidad con los flanes y la horchata como goloso confeso que es y nunca se cansará de escuchar a Highway decir: “Como alambre de espinas y meo Napalm; y puedo traspasar el culo de una pulga de un tiro a 200 metros”. Así se las gastan en El Sargento de Hierro, la película que ha visto mil veces y con la que guarda un rictus semejante al de su protagonista, encarnado en Clint Eastwood.
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