Almudena ORTUÑO
Jueves, 7 de abril 2022, 17:45
Las Pedroñeras es un pequeño pueblo del suroeste de Cuenca, asentado sobre piedras, abrigado entre pinares, donde el cultivo del ajo es tradición ancestral -de hecho, ostenta la capitanía mundial de este alimento-. Nunca estuve, pero a través del relato de Manolo de la Osa ... siento que sí. A este chef le debemos buena parte de la cantera gastronómica de España, porque ha sido maestro de muchos discípulos que hoy cocinan por doquier, así que recojo cada una de sus palabras con enorme respeto. Tiene ese halo de sabiduría, pero también de amabilidad, que propicia la charla. Y ha venido a Valencia para ofrecer una cena a cuatro manos con Sergio Giraldo, chef de Señuelo, que le considera su padre gastronómico. «Cuando pienso en él, noto el olor a chimenea, canela y romero», relata.
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A Manolo de la Osa todos lo identifican con un plato: la sopa fría de ajo morado, que probé por primera vez esa noche. Porque yo nunca estuve en Las Rejas, y eso supone haberme perdido un templo de nuestra cultura, que permaneció abierto de 1983 a 2019. Nunca ha trabajado fuera del municipio que le vio nacer. Abuelos, tíos y padres tenían bares, así que recogió su legado y orquestó un Michelin, a sabiendas de que La Mancha era una plaza peliaguda para la cocina de autor. Con pisto y gazpacho, queso y aceite, caza y matanza: la despensa de toda la vida, pasada por la técnica de vanguardia. Y así, durante 40 años -se dice pronto-, proclamó lo que la gastronomía del presente considera un dogma: que toca volver al origen, que no hay amor más puro que el del territorio.
¿Eres consciente de haber creado escuela desde los fogones de Las Rejas?
Tampoco puedo decir eso, pero es verdad que voy a los restaurantes y los chavales me dicen: «Manolo, ¿te acuerdas de cuándo…?». Y a veces no me acuerdo, porque han sido muchos. Hubo un momento en el que todos querían pasar por nuestra casa, y como tenía buena relación con Ferran Adrià, Joan Roca, Santi Santamaría y otros colegas, nos los intercambiábamos. Estábamos viviendo un momento álgido de la gastronomía en España y se abrían cientos de posibilidades en regiones muy distintas. Ahora ves que la gente se traslada a los pueblos, pero entonces solo estaban los clásicos de las ciudades.
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Como dices, ahora lo más novedoso es volver al pueblo.
Vivimos una renovación, con gente que se instala en sus lugares de origen y apuesta por trabajar la despensa de los alrededores. En Castilla La Mancha tenemos un nivel muy alto, y así lo demuestran casos como el de Oba o Fuentelgato. Creo que es la forma que han tenido los jóvenes de desmarcarse del resto. Porque hubo un momento en el que todos los cocineros estaban haciendo lo mismo, el mismo menú, terminado en pichón, ya fuera para un restaurante en Málaga o San Sebastián. La escuela de Ferran ha mandado mucho y, o pasabas por la esfericiación y las gelatinas, o lo demás ya estaba inventado.
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Y sin embargo, tú siempre te resististe a la vanguardia.
Independientemente de mi amistad con Ferran, porque viajábamos juntos de aquí para allá, yo siempre he sido de otra manera. Conocía todo lo que se estaba haciendo, pero me lo llevaba a un terreno más sencillo, reinterpretando la cocina de la región. El trasiego de gente joven por nuestro restaurante, muchos venidos de otras ciudades, incluso recién aterrizados de Francia, nos ayudaba a poner ese puntito de innovación. Les animaba a presentar platos y luego les daba cancha en el menú, porque así es como generas ilusión entre la gente. Con gelatinas y emulsiones, hacían delicada la cocina más rudimentaria.
¿Cómo comulga esto con la esencia familiar?
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Nunca he querido que se perdiera el punto de cocina de pueblo. Vengo de una familia de productores de vinos, quesos, azafrán… Teníamos posadas, bares de carretera y yo he aprendido a cocinar junto a mi madre y mi abuela. Aunque he viajado por todo el mundo, conociendo otros restaurantes, nunca he trabajado en otra cocina. Y eso me ha marcado, pero también me ha convertido en un hombre con una libertad terrible, muy a mi aire, muy cañero, y convencido del camino que estaba siguiendo. Ahora es distinto: es bueno que los jóvenes pasen por las escuelas y compartan ideas con gente de su generación.
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¿Te ha quedado la espinita clavada de no haber salido fuera?
No te creas, porque me considero un autodidacta muy inquieto. Siempre salía a visitar los restaurantes que se iban dando a conocer alrededor del mundo. Me leía toda la prensa, y eso que por entonces las revistas llegaban desde París. Hablaba con los compañeros, participaba en congresos y procuraba estar en el ajo. Porque siendo sinceros, a la hora de pelear por una Estrella o un Sol, siempre ayuda que la prensa te reconozca y te estime. Sobre todo en una región como La Mancha, que para muchos es lugar de paso.
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¿Qué significaba una Estrella Michelin hace dos décadas?
Para mí fue una alegría, porque quería hacer un restaurante importante con el apoyo de la familia. Me metí en esa vorágine y luché por tenerla. Entonces existían parámetros muy marcados para conseguirla, pero me alegra ya sean más flexibles. Las Academias o las Cofradías se están convirtiendo en instituciones caducas por esa falta de renovación. Creo que estamos en el momento de valorar la propuesta global del restaurante y el discurso alrededor del producto, que es lo que más ha mejorado en los últimos años.
El producto como epicentro de la cocina actual.
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Es que las personas que nos abastecen tienen mucha más calidad. Antes había cuatro sitios con buenos jamones y ahora, allá donde mires, tienes ibéricos, aceites, conservas, huevos camperos… En la despensa de cada región radica la principal diferencia para mantener la identidad, porque en cuanto a técnica todo está inventado. Los primeros recetarios ya incluían aromáticos y fermentados, vete a la cocina pastoril y cervantina. Los franceses llevan décadas con las texturas y los crocantes, porque nada es tan novedoso.
-En este punto de la entrevista, interrumpe Sergio Giraldo, que está preparando crujientes para la sopa .«¿Así?», pregunta. Manolo se asoma a la bandeja que trae entre las manos y empieza a quebrar la masa con los dedos. «Pequeñitos, más pequeñitos», responde. Porque los maestros son para toda la vida
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¿Cuándo decides cerrar Las Rejas?
Cuando empiezo a meterme en más cosas de la cuenta. Me voy a Madrid, al local donde ahora está Santerra, y abro otros dos restaurantes en Cuenca, entre ellos uno que gana la Estrella (Ars Natura)… Pero todo se descontrola, algunos tienen que cerrar, y yo empiezo a venirme abajo. En fin, que luego estallaba la pandemia y, en general, han sido años jodidos. No era el momento de poner en marcha nada, hasta ahora, que por fin me estoy ilusionando con un proyecto en Pedroñeras. Pero no puedo contar mucho…
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¿Y si contamos un poco?
Es algo pequeñito, un sitio para poner en valor los productos de la región. Me gustaría impartir cursos monográficos, de tres o cuatro días, en torno al queso, el ajo, el azafrán… Y luego dar de comer a poca gente en un espacio más reducido. Quizá doce comensales y recetas de territorio. Tengo una casa de pueblo muy bonita, con su torreón, su bodega y la cocina tecnológica, lista para empezar mañana, pero no sé si quiero sacrificarla como vivienda. Así que ando buscado otro sitio más cerca de la pinada y la naturaleza,
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¿Así que te tenemos de vuelta?
Me gustaría que estuviera listo este año, porque si no empiezo a viajar, y a dar paseos, y me pierdo. En este tiempo he estado hibernando. Me han pedido alguna asesoría, me he implicado en algún proyecto, pero no es donde me siento cómodo. Siempre he trabajado para mi familia y me apetece estar en contacto con el campo donde he nacido.
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