El menú del día escondido en La Punta: rico, barato y abundante

El Bar Cristóbal ofrece por 12 euros delicias el recetario valenciano: allipebre, arroz al horno y otros manjares servidos en raciones muy generosas

El Descubridor

Jueves, 5 de diciembre 2024, 21:00

Hay excursiones gastronómicas que desafían no tanto a los cinco sentidos como al navegador del coche: descubrir las delicias que aguardan emboscadas en un apartado rincón de La Punta (luego se verá que no está tan apartado) desafían a Google Maps pero una vez resuelto ... el misterio («Gire a su derecha, está llegando a su destino») concluiremos que este descubrimiento merece la pena. Casi una epifanía. Un hallazgo que el comensal valorará con un aplauso interior cuando repare en quno entraba dentro de sus cálculos darse un homenaje en este local que había pasado desapercibido en el primer acercamiento con el coche: le debe ese placer al navegador, a su insistencia: «Ha llegado a su destino».

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El destino se llama bar Cristóbal y se aloja en efecto en ese barrio que Valencia ha ido devorando a medida que se expansionaba hacia el mar e iba colonizando el territorio que encontraba (y aún encuentra a su paso): encajonado entre distintas arterias de comunicación, acertar con el ramal que a la altura del Oceanogràfic enlaza la trama urbana con estas calles mitad huerta, mitad ciudad, espolvoreadas de industrias, talleres y también alguna casa de campo, merece la pena si al final aguarda este icono de la hostelería castiza. Un bar de toda la vida especializado en una serie de manjares arraigados en el recetario valenciano también de toda la vida, que hace felices a los parroquianos gracias a una excelente cocina tarifada a precios muy contenidos. Un menú del día bueno y barato: bonito, no. Apenas hay nada bonito en el entorno, lo cual da un poco lo mismo: aquí hemos venido a comer.

¿Y qué ofrece el Cristóbal a cambio de 12 euros? Veamos. Entrantes generosos y suculentos (ensalada, croquetas, morros, luego de los preceptivos platillos de cacaus y encurtidos) y un contundente plato en función de cada día de la semana, servido también en raciones abundantes. Los lunes, legumbres; los martes, arròs amb fessols i naps; los miércoles, arròs al horno; los jueves, su famoso allipebre; y los viernes, un contundente plato de pasta. En el menú va incluida la bebida, el postre, el café... También un trago de una poción mágica que sirve Alfonso, el dueño, quien ofrece además de regalo algún chiste malo y bastante conversación de la buena. Ah, y de propina: se puede repetir. Mejor dicho, se debe: Alfonso insiste e insiste y sus clientes acaban aceptando una ración más.

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Por ejemplo, un par de cucharadas adicionales de arrós amb fessols i naps, cocinado con extraordinario mimo en los fogones que gobierna su hermana, Rosa. Es una receta deliciosa, que no empalaga. El grano flota suelto en la riquísima salsa que desprenden sus compañeros de aventuras, chapoteando para hacer las delicias de la clientela porque liga muy bien con los fessols y los naps y convierte cada cucharada en una gozosa experiencia. Un festín memorable, semejante al que depara el resto de los días de la semana ese menú que atrae hasta este rincón no tan apartado de Valencia (se llega al Oceanogràfic en unos minutos de paseo) a una parroquia formada por adictos a esta clase de cocina, trabajadores de las industrias próximas y curiosos que han oído hablar de las maravillas de su cocina y que cuando la prueban, repiten.

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Concluye el banquete. Alfonso, según era norma en antiguas generaciones de su oficio, despacha la comanda con mucha mano izquierda y se entretiene con el relato de la última anécdota que le viene a la cabeza. Es un camarero hablador pero no parlanchín, que sabe cuándo toca retirada y cuándo se agradece por el contrario que amenice la tertulia con algún chiste, aunque sea malo. Un auténtico profesional, sumo sacerdote de este templo del menú del día que custodia con el tipo de celo que garantiza su supervivencia, incluso si finalmente triunfara la globalización en la hostelería y un local como el suyo, sin decoración ni ornamento, encajonado discretamente entre edificios anónimos en el también encajonado barrio de La Punta, se tuviera que batir en retirada. El cielo no lo quiera: Valencia renunciaría a una especie en extinción. Uno de esos locales consagrados a la mejor cocina popular. Cocina sensata y honesta, al servicio de un menú del día que cumple con los requisitos de siempre: que esté rico y que sea abundante. Y que no te lleves un susto cuando te traigan la cuenta. (P.D. Y que se pueda repetir).

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